lunes, 21 de diciembre de 2009

Pétalos de rosa II


Es una continuación del relato publicado el 05 de noviembre. No sé si le daré más continuidad, pero aquí va una segunda parte:

Delante de ella y asombrado, mostraba incredulidad ante tanto sollozo. Sacó de su bolsillo un pañuelo blanco bordado con hilo azul y se acomodó en el canto de la enorme cama; suavemente lo pasó por los ojos y las mejillas de Beatrice, humedeciéndolo de lágrimas de desesperación y angustia. Se acercó el pañuelo a su boca y frotó sus labios con él, sintiendo su aroma salado, relamiéndose. Pero un alarido estremecedor le interrumpió en su deleite.
- No me gusta que grites –le reprochó mientras se levantaba de la cama- Sabes que me molesta. Y mucho –esto último lo manifestó en un tono más alto-. Creo que te cortaré la lengua –y con pasos lentos se dirigió hacia la puerta.
- No, no, por favor le ruego –le imploraba Beatrice-. No volveré a gritar, se lo prometo –continuó con un sollozo silencioso- . Se lo juro –concluyó con voz temblorosa.

Arthur ignoró sus súplicas y cruzó el amplio vestíbulo que le separaba de una habitación oscura. Bajó los dieciocho peldaños que le conducían a su cuarto de herramientas. Cogió una caja de madera, la apoyó en la mesa y frenando sus movimientos en seco dirigió su mirada hacia ninguna parte en concreto, volviendo a retomar su movilidad y devolviendo la caja a su lugar.

Regresó a la habitación de Beatrice. Se acercó a ella. Permaneció contemplándola unos instantes y seguidamente se arrodilló frente a ella. Le acarició la mano derecha, sus labios besaron las llagas producidas por las cadenas que la inmovilizaban. En esos momentos Beatrice no gritaba, no lloraba, casi ni respiraba para no enojarle.
- Te pido disculpas – le dijo Arthur entristecido y mirándole a los ojos. Si te portas bien y no gritas no volveré a taparte la boca – y se marchó cerrando la puerta tras él.

En el palacio de Arthur reinaba el silencio absoluto interrumpido únicamente por el alboroto que algunos pájaros mostraban ante el gozo de tantos árboles frutales por los que podían revolotear a sus anchas sin amenaza alguna para sus vidas. A pocos metros de la casa que en otra época hizo construir su abuelo Robert, edificada en exclusiva para los invitados que tenían tres veces al año, se encontraban las cuadras con los caballos. El suyo era un ejemplar árabe único, de una belleza salvaje, con resistencia suficiente para cabalgar durante horas sin mostrar signo alguno de agotamiento. Esas horas que Arthur dedicaba a reflexionar, a buscar una razón para su extraño comportamiento, a encontrar una respuesta a tanta confusión alojada en su cabeza, a luchar contra los fantasmas que ocupaban el espacio de su corazón. En alguna ocasión volvía al anochecer con el semblante desencajado, con un aspecto derrotado y repleto de ira por dentro.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Turbulencias


Acabamos de despegar. Me dejo llevar por esa presión que siento sobre mi cuerpo, disfrutando esos segundos que me hacen recordar el hormigueo en mi estómago cuando bajaba a toda velocidad la montaña rusa del parque de atracciones. Dejo escapar unos instantes mi mirada sobre la ciudad que abandono, para retirarla poco después con un amargo sabor de boca.

El aparato se oculta entre enormes nubarrones y podemos imaginar al piloto debatiéndose contra unas turbulencias inoportunas que pretenden aguarnos el viaje. Antes de que podamos sentir inquietud, escapamos de ellas, dejándonos acariciar por unos rayos de sol cegadores.

He decidido borrar de mi memoria todas aquellas huellas que me impiden resistir al frente de esta batalla que voy a ganar. Voy a barrer la inmundicia que se adhiere a los rincones más inhóspitos de mi alma y restregar uno a uno todos aquellos rastros de amargura que me atrapan en un laberinto del que no puedo escapar.

Acabamos de aterrizar. A lo lejos se divisan multitud de gaviotas revoltosas sobrevolando las olas que en un rítmico baile me invitan a soñar. Contemplo ese horizonte sin muros que derribar ni obstáculos que esquivar y me regocijo en una enorme sonrisa que puedo ver reflejada en el espejo de mi esperanza.

Con los ojos entreabiertos y somnolientos, descubro la azafata del vuelo mostrándonos las normas de seguridad del avión y nos comunican que vamos a despegar dentro de breves instantes.

Acabamos de despegar. El capitán del avión nos da la bienvenida y nos anuncia que se acercan turbulencias, así que nos ruega que permanezcamos sentados con el cinturón de seguridad abrochado.



viernes, 4 de diciembre de 2009

Lotería "bloguera" de Navidad





Desde el Blog de Maat, http://blogdemaat.blogspot.com/ me he traído un pedacito de la lotería que regala la administración Z13 de Zaragoza. El inventor de esta genial idea es Carlos, del blog Alas de Plomo, http://alasdeplomo.com/2009/11/14/regalamos-loteria-de-navidad-2009/ desde donde nos explica los pasos que hay que seguir para ser beneficiario.


Estos son los cinco blogs a los que envío mi invitación:


Blog Bares (El Piojoso), de Joe http://barespiojoso.blogspot.com/

Blog Mar Adentro http://marsolana.blogspot.com/

Blog Literario MariPetera, de Marien http://ladypetera.blogspot.com/

Blog Caja de relatos de soniaradom, http://soniaradom.blogspot.com/

Blog Rosa G.C., http://rosagc8.blogspot.com/



Suerte a todos.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Pétalos de rosas



Arthur se detuvo unos instantes y con mucho sigilo apoyó su oído a la puerta y permaneció en esta posición hasta comprobar que el silencio reinaba en aquella estancia. Abrió la puerta lentamente. Sus ojos se clavaron en aquel bello cuerpo todavía dormido. Se acercó a observarla. Nunca tocaba a Beatrice cuando dormía. Como si de un depredador se tratase comenzó a dar vueltas en torno a la enorme cama en medio de aquella inmensa habitación que años atrás ocupaban sus antecesores por parte de madre. Su mirada se dirigió hacia la puerta que daba al balcón principal. Había quedado entreabierta. Unos tímidos rayos de sol iluminaban el jarrón de porcelana china donde más hermosas que nunca florecían las siete rosas blancas que él había cogido del jardín el día anterior. Se aproximó a ellas, inhaló profundamente su fragancia y, cerrando los ojos, emitió un suspiro de satisfacción. Se anudó el batín de seda que cubría su cuerpo desnudo y salió de la habitación silenciosamente.

Regresó a su alcoba. Doscientos metros cuadrados de absoluto arte, diversos cuadros adquiridos en subastas de Londres, esculturas dignas de un museo, estupendas alfombras persas y bellísimas lámparas de cristal decoraban un espacio suyo, donde pasaba horas enteras escuchando música, tocando el piano o leyendo uno de los cientos de libros de su biblioteca.

Al atardecer, después de más de dos horas de oración arrodillado frente a un pequeño altar instalado justo al lado de un pequeño baúl de nogal, volvió a la habitación de Beatrice. Se había puesto uno de sus trajes de lino blanco y unos mocasines del mismo color. Estaba perfumado para la ocasión. Abrió la puerta y allí estaba ella, tan bella como siempre, con los ojos abiertos. Arthur se le acercó con pasos lentos, saboreando los primeros instantes de lo que iba a ser un momento importante para él. Permaneció de pie con una amplia sonrisa dedicada a la mujer de sus sueños. Después de comprobar que tanto las extremidades inferiores como superiores de Beatrice continuaban correctamente encadenadas, le susurró al oído.
- Amada mía, hoy es un gran día. Después de tanto tiempo relacionándonos en silencio ya va siendo hora que empecemos a conocernos – y de un tirón seco le arrancó el esparadrapo que cubría su boca.

Únicamente la fauna que deambulaba por aquellos alrededores del majestuoso palacio de Arthur escuchó las súplicas y gemidos de Beatrice. Una ráfaga de viento desplomó el jarrón de porcelana china dejando los pétalos de las siete rosas blancas esparcidos por el frío suelo de mármol.

martes, 6 de octubre de 2009

Asfixia



En esta ocasión no dio un portazo. Se detuvo unos instantes en el rellano, respiró hondo y empezó a caminar. Detrás de aquella puerta dejaba lo que fue o había sido su única vida, la que él no había elegido vivir. Todo lo que albergaba bajo esas cuatro paredes le había extenuado, le había asfixiado hasta tal punto que el vivir se había convertido en un esfuerzo diario, en un enfrentamiento consigo mismo, en una búsqueda continua de justificación para levantarse cada mañana.
“Es la decisión justa” –se iba diciendo. “Es lo mejor para todos” –continuaba pensando. Mientras caminaba, su rostro reflejaba una serenidad que nunca había experimentado y al mismo tiempo que sus pasos avanzaban hacia la Estación Central, sus pensamientos volaban a velocidades prohibidas, viajando hacia los placeres de una nueva vida.


domingo, 7 de junio de 2009

Armada para matar


No le dejan otra opción. No hay otra salida, se va a jugar la vida en una partida de póker. Dos gorilas embutidos en un carísimo esmoquin custodian la puerta del salón. Sentado, delante de ella está el hombre que hasta la fecha la protegía de la banda de los Melero, la acompañaba a todos los encuentros con los jefes de zona, su perro fiel, compañero de nómina, cómplice y testigo de ejecuciones y ajustes de cuentas.

Elisenda mira a su adversario penetrándole con una mezcla de acusación y compasión, una mirada helada y ardiente al mismo tiempo. Teodoro le esquiva la mirada, coge su pañuelo de seda y seca unas gotas intrusas de sudor, a lo que Elisenda responde con una cínica sonrisa.
- ¿Tienes calor, Teo? –enciende un cigarrillo y le echa el humo a la cara. Fíjate las vueltas que da la vida, tantos años protegiéndome, velando por mi vida y ahora, en pocos minutos vas a ser mi verdugo.

Teodoro vuelve a secarse la frente, se levanta nervioso y abre la puerta.
- Nino, pregunta al jefe cuando podemos empezar con esta puta partida –le dice a uno de los gorilas y vuelve al interior con expresión angustiada.

Elisenda permanece sentada con su mirada fija en Teodoro observando sus pasos, intuyendo su estado anímico, leyendo sus pensamientos. Aparentemente está tranquila, por nada del mundo permitiría que se escapase de ella una señal de temor. Confía en la palabra de Carmelo, su jefe. Ella le ha fallado y él pone las reglas, ese fue el acuerdo que firmaron con sangre hace tantos años. Si Elisenda logra ganar esta partida, él la dejará ir, con la única condición de no permanecer en su zona de trabajo. Esto implicaría un viaje de largo recorrido, solo de ida.

Nino aparece por la puerta dando la señal de inicio. Su apariencia es la de un guardaespaldas cualquiera, pero no es así. Elisenda le introdujo en su mundo, le enseñó a manejar las armas, a desconfiar de todo ser viviente, a defenderse de la traición, de la apariencia en su pequeño gran mundo de gánsteres y hasta de su propia sombra. Nino está desolado, hace escasas horas compartía mesa en un renombrado restaurante con su consejera y amiga y ahora va a ser testigo de su posible ejecución. Ella también le enseñó que la voluntad del jefe es la que cuenta por encima de todo valor y principio, y eso debía hacer.

La mesa de juego es grande y redonda, sobre ella están las barajas nuevas a estrenar. A ella le dan el privilegio de escoger, alarga su mano y coge una al azar, se la entrega a Teodoro y los dos se observan con miradas recelosas, desconfiadas. Comienza la partida y el silencio reina en toda aquella atmosfera, oyéndose únicamente el movimiento de las cartas sobre la mesa. Elisenda corta la baraja, da su visto bueno. La suerte está echada.

Después de contemplar detenidamente su juego, Teo mira a Elisenda fríamente, sabe que las cámaras de seguridad están grabando hasta sus pensamientos. Si Carmelo detecta cualquier gesto o síntoma de debilidad para ayudar a Elisenda, él personalmente le cortará los testículos y se los introducirá en la boca para que los mastique y trague antes de morir desangrado. Se lo dijo al oído, muy despacio, y sellado con un frio beso en su mejilla.

Teodoro tiene un trío de reyes, pide dos cartas y las deja apoyadas sobre la mesa sin descubrirlas. Elisenda no tiene nada, apenas una pareja de ochos, no puede marcarse un farol, no puede subir la apuesta. Su vida está en esta partida inacabada pero empieza a sentirse agonizar. Su orgullo no le permite ni un gesto de angustia, su cabeza permanece bien alta, con sus músculos faciales tensos y su mirada fija en Teodoro. Ella pide tres cartas y las descubre lentamente mientras las va colocando en la mesa. Ha logrado el trío. Teodoro recoge sus dos cartas y observándolas nota como su pulso se va acelerando hasta golpearle descaradamente. Fool de reyes y ases. El mundo se le cae encima, sus ojos se convierten en una piscina cristalina donde se puede ver la profundidad de sus aguas. Unas cuantas lágrimas se escapan refrescando esa piel ardiente y evaporándose antes de llegar a sus labios.
- Vamos, hombretón. Esta es mi última partida y la he perdido. No es culpa tuya –Elisenda enciende otro cigarrillo, se levanta y se dirige a Teo.

Se encienden los focos de los laterales del salón y se oye un murmullo.
- ¡¡Corten, corten!! He dicho mil veces que no te levantes antes de que abran la puerta, joder –grita el director de la serie “Armada para matar”.
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martes, 2 de junio de 2009

PREMIO "INCONFIDENTES 2009"



Mi querida amiga bloguera Mar Solana me ha concedido un premio, una muestra de amistad y cariño. Me siento muy feliz y halagada de tener a una gran autora como compañera de camino hacia dónde nos lleven las palabras.
Su blog http://marsolana.blogspot.com MAR ADENTRO es una muestra de devoción hacia la escritura más personal.
Gracias, amiga.



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sábado, 9 de mayo de 2009

Macetas de barro

Cuando salió Alfredo a la calle, el sol aún no había salido, las calles estaban todavía mojadas y el camión de limpieza se retiraba dejando un reguero de agua bajo la huella de sus ruedas. La frutería de la esquina tenía media persiana abierta y se podían distinguir una multitud de olores diferentes mezclados en una exquisita emanación frutal, las cajas de fresones relucían bajo la tenue luz del fluorescente del mostrador plasmando un excelente contraste de colores.

Cruzó la calle, profanando un recién pintado paso de peatones y saludó a su paso al viejo Gerardo que volvía de su turno de vigilante nocturno de la fábrica de colchones. El silencio impregnaba la calle de sosiego, una joven pareja permanecía en un rincón de un portal oscuro regalándose besos y caricias, Alfredo les miró de reojo mostrando una sonrisa de complicidad, no pudiendo evitar recordar todos aquellos soplos de su juventud en el que la pasión llenaba su vida, robaba su sueño y le proporcionaba cada día una nueva razón para luchar.

Siempre hace el mismo trayecto. Desde que se jubiló, todos los días acude al comedor social para repartir las comidas a los indigentes y personas sin recursos, llenando así todo su espacio libre.

Rompe el silencio del lugar silbando una melodía de Nat King Cole. Camina despacio, tranquilo, pensando en las novedades que le traerá el día. Un aroma de café estimula su sentido y descubre con alegría que el bar de Ginés está abierto. Un sonido de cucharitas sobre los platos y el murmullo de pocos clientes le invitan a entrar. Se coloca al final de la barra, pide al camarero un café y empieza a ojear el periódico que estaba en el mostrador.

Un grito interrumpe su lectura. Descubre a una pareja sentada en una mesa al fondo del bar. La mujer está llorando y él la sujeta por el brazo de una forma poco amistosa. Los otros clientes también están observando la escena, pero ninguno se atreve en ese momento a inmiscuirse. Al poco rato, el hombre le da un bofetón tan fuerte que la tira de la silla. La mujer, asustada, intenta levantarse pero el tipo se lo impide. Llegado a este punto, Alfredo se dirige hacia ellos.
- ¿Pero, qué está haciendo usted? Haga el favor de soltar a la chica y no se permita ponerle la mano encima otra vez. Lárguese o llamo a la policía –le suelta con un tono claramente amenazante mientras saca el móvil del bolsillo.
- Oye, viejo. No te metas donde no te llaman o te doy una hostia que te hago saltar la dentadura postiza que llevas –le grita al mismo tiempo que le empuja hacia la barra y le tira el teléfono al suelo.

En ese momento se gira y ve cómo los demás clientes hacen el gesto de abandonar el local. El camarero, que se había ausentado unos minutos en el almacén, se acerca a ellos y les dice que no quiere problemas, que se vayan.

Alfredo se recupera del empujón y tiende la mano a la joven, todavía en el suelo, la ayuda a levantarse y recoge su móvil. No le da tiempo a reaccionar, el tipo que acompañaba a la chica ha sacado una navaja del bolsillo y se la coloca con gran habilidad en el cuello, ocasionando un ligero corte que empieza a sangrar.
- No te muevas, cabrón. Te voy a enseñar lo que le pasa al que se mete dónde no le llaman –se lo dice acercándose al oído, echándole su aliento lleno de ira mezclado con alcohol, sin apartar la navaja de su cuello.
- No me haga daño, por favor. No puede usted tratar así a una mujer –las palabras le salen a tropezones, le tiemblan las piernas y siente miedo.
- ¿Ah, no?, ¿me lo vas a impedir tú, mamón? –le aparta unos instantes el arma del cuello y suelta una carcajada.

Alfredo respira casi aliviado aprovechando esos momentos de tregua para tragar saliva, cuando siente en su costado derecho las entrañas de la hoja afilada de la navaja, su cuerpo se desvanece, pierde la noción del tiempo, recuerda los olores de las frutas , el color de los fresones, el sabor de los besos robados, la melodía de una canción de amor…

Cuando retiraron el cuerpo de Alfredo, el sol ya había salido, las calles rebosaban alegría con todos los balcones iluminados de flores en sus macetas de barro.
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jueves, 16 de abril de 2009

El ventanal



Aurora permanece sentada en el sillón que le regaló su hijo para su setenta y cinco cumpleaños, de un tejido muy cálido y de colores alegres. Su mirada traspasa los límites del ventanal donde sus pupilas sólo alcanzan las antenas de los edificios vecinos. Puede ver un pedazo de cielo, cubierto de nubes como algodones, que ella estudia detenidamente. Su expresión refleja un dolor que ningún medicamento ha aplacado.

Su marido, Enrique, se acerca a ella con medio vaso de zumo de fruta, el líquido baila en sus manos temblorosas, derramando alguna que otra gota por el camino.
- Cariño, tómate la pastilla con este poquito zumo – le acerca el vaso a los labios y le acaricia la cabeza.

Ella le mira con dulzura. Sus movimientos son lentos, pero logra regalarle una sonrisa, no sin evitar mostrar una mueca de desesperación.

Enrique se ha convertido en su sombra. Apenas duerme, apenas come; pero está nutrido. Se alimenta de amor. La rabia le mantiene con la energía suficiente para estar de pie, esa rabia de pensar que seguramente se irá ella antes que él y sabe que no resistirá ni cuarenta y ocho horas sin ella. “Moriré de pena” decía con su voz quebrada de desolación.

Enrique coloca una silla al lado del sillón de su esposa, le coge su mano y permite que su mirada se escape revoltosa hacia un lugar que desconoce para luego volver y atravesar la ventana que ilumina la habitación.
- Mira Aurora, ¿ves toda esa bandada de pájaros? – le da un ligero apretón en la mano señalándole la ventana. Vas a ver dentro de pocos segundos como se colocan en las antenas formando un círculo. Mira, mira…

A Aurora se le escapa un sonido gutural que recuerda a una risa tímida y sus ojos se esfuerzan en abrirse para más tarde desistir y quedar ligeramente entornados.

- Esta tarde viene la doctora a verte – le dice mientras se levanta a cogerle una manta para cubrir sus piernas. Me ha dicho que cuando termine con sus visitas pasará, que tiene una medicina nueva que te va a ayudar a mitigar el dolor.

Ella no hace ningún comentario, pero unas lágrimas osadas rompen el hastío de su cuerpo y se deslizan por sus mejillas. Hace días que no quiere hablar. Su enfermedad, gravemente extendida por casi todo el cuerpo, le dificulta las articulaciones de la garganta. Pronunciar unas palabras le supone un gran esfuerzo, acompañado generalmente de mucho sufrimiento.

Las manecillas del reloj siguen su ritmo frenético, mientras en el interior de la casa se ha parado el tiempo. Aurora logra dormir de puro agotamiento, él aprovecha para dar una cabezadita. Tiene su mano sujeta a la de Aurora, se ha acostumbrado a dormir así, con sus cuerpos unidos por el calor de sus manos.

Pasados una cantidad de incontables minutos, la temperatura de la atmósfera que le rodea ha disminuido. Las manos de Aurora están frías, su rostro ya no refleja dolor, está relajado. Su corazón se ha parado, pero las manecillas del reloj siguen su ritmo frenético.
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viernes, 20 de marzo de 2009

Un garbanzo en una enorme silla


Lorena rompió a llorar cuando colgó el teléfono. Esperó unos instantes, se secó las lágrimas con el delantal y se dirigió al sótano, donde su jefe estaba sacando una hornada de pan.
- Señor Mateo, lo siento pero me han llamado del colegio de mi hijo, por lo visto se ha peleado con un compañero. El director quiere verme, me ha pedido que vaya lo más pronto posible –mientras se lo decía, sus uñas iban escarbando en el fondo del bolsillo, de la misma forma que lo hacía cuando era pequeña y la llamaban a la pizarra, o cuando le hacían el examen oral que ella tanto odiaba.
- Vaya, vaya –le dijo su jefe sin mirarle a la cara. Pero no tarde mucho, que hay trabajo.

Lorena le dio las gracias, se puso el abrigo y cambió su calzado de trabajo por sus zapatos de tacón que se había comprado en las rebajas el mes anterior. Mientras se dirigía hacia el metro iba mirándose los pies, se sentía una intrusa en esos zapatos que no iban con ella; maldijo la ocurrencia que tuvo de ponérselos esa mañana, era como si estuviese en un escaparate, y ella fuese el maniquí al que estaban decorando. En su trayecto hacia el colegio intentaba evitar pensar en el tema que le preocupaba, el causante de su pérdida de sueño de las últimas noches, de las últimas semanas.

Hacía exactamente un mes y una semana que había encontrado en el bolsillo de un pantalón de su hijo de dieciséis años dos pastillas pequeñas envueltas en papel aluminio. Cuando le preguntó con toda sospecha que era aquello, su hijo le contestó con una expresión mentirosa que ella conocía perfectamente en su rostro, le dijo que pertenecía a un compañero de clase y un montón de patrañas añadidas. A todo esto se sumaba un comportamiento violento hacia ella que en los últimos días se había acentuado.

Entró en el recinto del colegio con una sensación de impotencia, con una necesidad vital de desaparecer por un tiempo del mundo, o tener un largo sueño, como en La Bella Durmiente, y al despertar que sus conflictos, o mejor dicho, su conflicto se hubiese esfumado.

El conserje le acompañó hasta el despacho del director. Intuyó su mirada curiosa como quien mira a un bicho raro, se sintió observada y posiblemente hasta juzgada por aquel individuo.
- Siéntese, por favor –le señaló la silla libre que había en el despacho, al lado de su hijo. Lo que tengo que decirle me duele, pero no tengo otra salida. El comportamiento de su hijo en este curso está siendo cuestionado por todos los profesores y por parte del alumnado, que son víctimas de su agresividad verbal y hasta física en dos ocasiones este mes. Esta mañana ha agredido a un compañero suyo, que ha tenido que ser asistido por algunas contusiones.

El director seguía hablando. A medida que él iba creciendo en su argumento, ella iba disminuyendo en su tamaño, hasta sentirse como un garbanzo en aquella enorme silla. Su corazón había encogido y sus zapatos habían pasado por el zoom de aumento hasta llenar aquella habitación.
- Esta mañana hemos tenido una reunión y hemos decidido expulsar a su hijo durante un periodo no inferior a un mes. Le recomendamos que le trate un psicólogo. Más adelante se pone en contacto con el colegio para estudiar su vuelta a clase, siempre y cuando haya una mejoría en su carácter o esté siguiendo un tratamiento –concluyó el director con un punto y aparte en sus palabras.
- Mi hijo no está pasando por un buen momento, desde que su padre y yo nos hemos separado ha adoptado una actitud rebelde. Entiendo su decisión y la respeto. Lamento mucho lo de ese compañero, jamás pensé que mi hijo llegara a agredir a nadie. Le llamaré –se despidió con un apretón de manos y con su autoestima por los suelos.

Salieron sin pronunciar palabra alguna. Su hijo la seguía a unos cuantos centímetros de distancia, arrastrando la mochila y los pies, esperando la reprimenda de su madre. Pero no la hubo, en ese preciso instante no podía hablar, estaba tan enfadada como asustada. Enfadada consigo misma por no haber dado la talla como madre, por no saber comunicarse con su hijo, por no poder protegerle de las malas compañías. Asustada por no saber por dónde empezar, por presentir que se le estaba escapando de las manos la situación.

Después de recapacitar durante largo rato, concluyó que no solo su hijo necesitaba ayuda, ella también.
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viernes, 13 de marzo de 2009

Música




Suena la música, la habitación se inunda de melodía, cierro los ojos, mi cuerpo se deja llevar por el ritmo. Mi imaginación me acompaña resignada. Atravieso los muros que me separan del exterior, rompiéndome en mil pedazos. Todos mis sentidos se multiplican permitiéndome saborear los placeres de la vida sin perderme un solo detalle.
Una sobrecarga de tensión emocional ha producido un corto circuito en mi cerebro. El volumen de la música disminuye hasta desaparecer. Los recuerdos se amotinan para recuperar su lugar. Mis sentidos se atrofian y mis placeres llegan a su fin.

sábado, 7 de marzo de 2009

El Infierno, última parada



Por fin ha llegado. Las puertas del ascensor se abren para hacer bajar a Rogelio entre multitud de recién llegados. Por los altavoces han informado que la parada de El Cielo estaba cerrada provisionalmente a causa de las obras para la ampliación del vestíbulo, por lo visto prevén un aumento de almas con mucha fe, han comentado algo sobre la crisis pero él no le ha prestado la mínima atención. La parada de El Purgatorio estaba colapsada. Han tenido que pedir refuerzos a los de seguridad pues los que tenían que apearse en El Cielo se negaban a mezclarse con los pecadores.

Tras una larga noche de fiesta con amigos se fue a dormir con un fuerte dolor en el pecho. Hoy no se ha levantado, durante unos minutos, los últimos de su vida, ha escuchado gritos, eran los del samur masajeándole el pecho, ha visto como su hija gimoteaba apoyando su cabeza en el hombro del inútil de su marido. Su nieto, allí estaba pasmado, sin reaccionar. “Seguro que va hasta las cejas de porros y de cervezas y está más colgado que yo” - ha pensado Rogelio antes de cerrar los ojos por última vez.

Entre puñetazos y patadas ha logrado ser el primero de la fila. Ahí está ahora, sonando el timbre del portal de El Infierno. Le abre un tipo que vio en los telediarios, que había descuartizado a su vecina porque no le dejó usar su teléfono.

- ¡A ver, un poco de orden, pardillos! Quiero ver en vuestras sucias manos el certificado de mala conducta, deprisa.

Rogelio le entrega su documento todo orgulloso y feliz. Atraviesa el umbral y mientras se aleja va frotándose las manos dispuesto a continuar con la juerga.

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domingo, 1 de marzo de 2009

El brillo perdido



Son las cinco de la mañana. Gloria apaga el despertador de un manotazo. Es la segunda vez esta semana que lo tira al suelo. Mientras lo recoge, recapacita y decide tener más cuidado, romper el despertador no es una solución a sus problemas, todo lo contrario, tendría que comprar uno nuevo y actualmente a duras penas llega a fin de mes.

En el camino hacia el cuarto de baño, va recogiendo la ropa de sus hijos abandonada por el suelo de la habitación. Resignada, coge aire y se muerde la lengua para no soltar un taco.

Mientras se está lavando los dientes, se mira al espejo y contempla ese rostro envejecido, esas ojeras enormes y esos ojos que perdieron el brillo en el momento que perdió la ilusión de vivir.

Gloria tiene tres hijos a su cargo, Laura de seis años, Juan de nueve y Andrés de quince. Los dos más pequeños son de Javier, un delincuente nato y una mala persona. Solo le dio disgustos desde que le conoció, se pasaba el tiempo entrando y saliendo de la cárcel. En un atraco a un banco el guardia de seguridad le disparó y acertó de pleno. Todavía lo está celebrando Gloria. Las palizas a ella y a su hijo Andrés eran frecuentes. Si no hubiese acabado con su vida el guardia de seguridad, lo habría hecho ella. En más de una ocasión estuvo tentada de tirarle por el balcón cuando llegaba borracho como una cuba y no se tenía apenas de pie. El padre de Andrés era un crío, como ella. Desapareció cuando se enteró que Gloria estaba embarazada.

Hace cinco años que trabaja como asistenta en casa del matrimonio Garrido. Una pareja encantadora con dos hijos, Maya, divorciada, con un pequeño de cinco años, y Alberto, un soltero de lujo del que Gloria está profundamente enamorada. Una vez Gloria tuvo una lipotimia mientras trabajaba y él se ocupó de acompañarla a casa en su coche y estuvo más de dos horas al cuidado de su hija pequeña hasta que se recuperó totalmente.

Alberto es arquitecto, tiene un estudio en Barcelona. En más de una ocasión, con el pretexto de finalizar algún trabajo pendiente en el estudio, se ha ofrecido a acompañar a Gloria cuando ésta acababa su trabajo, a lo que ella aceptaba muy gustosamente, pues el desplazamiento hasta su casa no era cosa fácil. Cada mañana tenía que salir muy temprano para coger el tren hasta el pueblo y desde la estación, treinta minutos a pie por una carretera comarcal.

Son las seis de la tarde. Por hoy ha finalizado su jornada laboral. Esta tan cansada que tiene dificultad hasta para caminar. Entonces recuerda que no ha probado bocado en todo el día.
- Estos nervios van a acabar con mi estómago – murmura mientras se quita el delantal y lo coloca en el perchero de la cocina.

Iba de camino hacia la estación cuando a lo lejos vio el coche de Alberto. ¡Dios, como le latía el corazón cada vez que lo veía! Enseguida se percató de que iba disminuyendo la velocidad, hasta que finalmente frenó a la altura de Gloria.
- Sube, te acompaño a la estación. A ver cuando te sacas el carnet de conducir –le dijo Alberto sonriendo mientras le abría la puerta.
- En eso estaba pensando. Mañana mismo me apunto –respondió con sentido del humor al mismo tiempo que subía al coche. Gracias, me viene muy bien que me acompañes.

Con las prisas y los nervios, al intentar ponerse el cinturón de seguridad, se le cayó el bolso al suelo. Alberto reaccionó rápidamente e intentó cogerlo antes que ella. Sus manos se rozaron durante milésimas de segundo. Se encontraron sus miradas y notó cómo se encendieron sus mejillas.

Mientras la acompañaba a la estación, Gloria iba reflexionando, sentía vergüenza de sus pensamientos, de sus deseos. “El príncipe y la fregona” ese era el título de un cuento que le leía a su hija pequeña, y ese era el enunciado que tenían sus sueños.

Llegaron a la estación. Alberto paró el coche y la miró.
- No tengo nada más importante que hacer que acompañarte a casa.

Gloria todavía estaba en la mitad de sus reflexiones cuando le oyó. No se lo podía creer. Esta vez no le ha dicho que tiene trabajo en el estudio.
- Gracias, pero no es necesario –le soltó sin pensarlo dos veces, dejando ver un orgullo que nunca había perdido.

Entonces le miró a los ojos fijamente y se estremeció. Sintió como su piel se erizaba, cómo desaparecía su dolor de estómago, como se le olvidaban su nombre y apellidos. Percibió el resplandor del brillo perdido en sus ojos. Antes de que ella bajase del coche, Alberto la sujetó del brazo.
- Rectifico lo dicho. No es que no tenga nada más importante que hacer, es que tengo ganas de acompañarte. Es más, deseo acompañarte. Puedes compensarme con un plato de pasta con tomate, no me importa compartir mesa con tus hijos…

Gloria lo pensó unos instantes. Cerró la puerta y le miró.
- Vamos –le dijo sonriendo.

Van camino de Barcelona. Gloria abre la ventanilla del coche y se deja acariciar por el viento. Alberto acelera, mientras los pensamientos de Gloria sobrepasan el límite de velocidad, dejando oír su propia voz.
- Al diablo con todo. Hoy quiero ser feliz.

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lunes, 23 de febrero de 2009

Voy


Voy a subir muy alto, voy a tocar el cielo. Desde allí, alejarme del mundo, usando las nubes como único vehículo. Dormiré en las cimas de las más altas montañas, caminaré junto a los halcones peregrinos, calmaré mi sed con gotas de lluvia, me alimentaré de sueños, me abrigaré con los rayos del sol, me guiaré por las estrellas.
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martes, 17 de febrero de 2009

El dilema


El dilema

La consulta del médico estaba a tope. Amalia había solicitado hora dos días antes. Estaba un poco nerviosa. Desde que llamó no hacía otra cosa que pensar como se lo diría. Se había propuesto no perder los nervios, tener la sangre fría y sobre todo no llorar.

Delante de ella había varias personas, por lo visto el doctor iba con retraso, como siempre. Le fastidiaba ir con el tiempo justo. Siempre había considerado que ir al médico era una necesidad, no un pasatiempo. Se planteó si lo suyo era una necesidad. Es curioso, se plantea algo parecido después de tener las cosas tan claras, de saber que lo suyo no solo era necesario sino que era urgente y, si lo profundizaba, una enfermedad.

Amalia tenía problemas a la hora de tomar decisiones. Habían momentos en que sus conflictos tenían soluciones, y otros, concluía que no tenia conflictos. Su principal dilema era si estaba o no enferma.

Mientras le continuaba dando vueltas a todo, le llegó el turno de su visita. Entró tímidamente, le ofreció la mano al médico y tomó asiento.

- Vamos a ver -le dijo con una sonrisa el doctor Valero. ¿Qué le trae por aquí?

- Doctor, mi marido me pega –le soltó de sopetón.

El doctor borró la sonrisa de su rostro. No dijo nada. Esperaba que ella continuase hablando. Permanecieron unos instantes en silencio. Seguidamente Amalia rompió a llorar.

Eso que se lo había propuesto. Le daba rabia llorar, cosa habitual en ella, aunque todo hay que decirlo, últimamente no lloraba tanto. Ella quería convencerse que no le quedaban lágrimas, pero sabía que no era eso, sabía que estaba perdiendo sensibilidad, que se estaba endureciendo, que aceptaba su sufrimiento como un desgaste más de su cuerpo, como algo natural de la vida.

El doctor Valero la miró con una expresión entre tierna y compasiva. Qué horror, había logrado que la compadeciese. Ahora ya no hablará como médico –pensó Amalia. Seguro que ahora me habla como persona.

- Mire doctor, lo que más me preocupa es que no asumo que necesito ayuda. Bueno en este momento sí, por eso estoy aquí. El hecho es que al poco rato de ser agredida le doy vueltas a mi cabeza y pienso que he sido yo que le he provocado, que me lo he buscado. Finalmente concluyo que me lo he merecido. Entonces lo único que me falta por considerar, y de hecho lo creo, es que me quiere mucho, por eso no me deja, y yo le estoy agradecida por ello. ¿Entiende lo que le quiero decir?

Le comprendía perfectamente. Era una mujer maltratada, eso estaba claro. Además había que poner remedio a un problema de baja autoestima, posiblemente con una añadido de varios síntomas depresivos, trastorno de personalidad y ese montón de conflictos internos que creaba estos estados tan críticos, tan dañinos, tan graves para el ser humano.

- Tiene que denunciarle –le dijo con un tono que no era discutible. Tendrá que tomar usted algunas decisiones importantes. No puede convivir con un ser que no la respeta ni la quiere. Además, le voy a recetar una medicación para seguir un tratamiento…

- No voy a denunciarle –le interrumpió Amalia. Al menos por el momento. Ahora lo que necesito es que usted me ayude a controlar mi mal genio, a tranquilizarme, para no provocar situaciones que terminan en una agresión. Doctor, tengo que darle una nueva oportunidad, seguro que cambia.

- ¿Pero, que está diciendo?, ¿Usted se está escuchando? –le replicó el doctor. Usted necesita ayuda y para eso ha venido. Yo no puedo ayudarla si usted no acepta que es una mujer maltratada, que tiene que alejarse de ese individuo que le hace daño. Y no se engañe, no cambiará.

Amalia se incorporó inmediatamente. Se disculpó con el doctor, de la misma manera que últimamente se disculpaba con el mundo entero por haber nacido.

- Lo siento, volveré en otro momento, cuando tenga las ideas más claras. Gracias por escucharme –le dijo al mismo tiempo que cogía su bolso y se dirigía a la puerta.

Salió del consultorio en un estado peor del que había entrado. No había servido de nada. Volvían los dilemas a su cabeza.

No habían transcurrido ni tres meses desde la visita al doctor Valero. Una ambulancia transportaba su cuerpo inerte después de una brutal agresión por parte de su marido. Ella le dio otra oportunidad, pero él nunca cambió.

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sábado, 14 de febrero de 2009

Un pedacito de cielo

Un pedacito de cielo

Fernando ha recogido su manta, la ha doblado y seguidamente la ha introducido en su carrito de supermercado situado al otro lado del banco. Por almohada utiliza una bolsa grande de El Corte Inglés llena de ropa que le donó una mujer. La usa como cojín porque no se fía de la gente. Hay mucho ladrón suelto, dice. Él tiene experiencia en esto. No hace mucho invitó a un individuo que conoció en la estación de Francia, a compartir su lecho y a comer unas hamburguesas de Mc Donald’s que pagó con un Ticket Restaurant que le regaló un colega suyo. Al día siguiente le había desaparecido todo su carro con sus pertenencias dentro. Fue un duro golpe.

Le gusta la Diagonal. En apariencia es un lugar muy caótico, lleno de ruido y de coches, pero él tiene su propio espacio. Un espacio que ha hecho suyo. Por las noches mucha gente pasea con sus perros, los sueltan para que puedan correr por el césped. Son personas agradables, alguna de ellas le mira y le sonríe, alguna que otra le da las buenas noches. Los vecinos de la zona ya le conocen y en muchas ocasiones le facilitan ropa y comida caliente para él y para Muslo, su perro. Lo único que le fastidia son algunos ciclistas que circulan fuera de su carril a gran velocidad, que le dan grandes sustos. Hay momentos que Muslo se enfada con ellos y se pone a ladrar.

Fernando eligió el banco que se encuentra justo debajo de una gran palmera. En verano, es una gozada. Todo el banco para él, con la sombra más grande de la avenida. A tan solo unos metros tiene una fuente, donde todas las mañanas cuando se despierta va a lavarse la cara y los dientes. Hace dos semanas que conoció a Nika, una rusa muy guapa que andaba buscando un traductor para leer una carta de su hija. Da la casualidad que él conoce esta lengua desde que estuvo en Moscú durante cinco años. Allí colaboró como arquitecto en la creación de un proyecto muy importante para la ciudad.

Pues eso, que ahora desde que conoció a Nika, se lava los dientes cada día para tener un buen aliento al acercarse a ella. Es una mujer preciosa. Él cree que es la más guapa de la tierra. Es simpática y muy dulce. Ella vive en una habitación que le ofrece una familia muy generosa, a la que no tiene que pagar nada, porque nada tiene.

Un día de estos hablará con Nika. Le quiere proponer que se venga con él a su banco, que deje la habitación. Ahora se acerca la primavera y se está mejor fuera al aire libre que dentro, rodeada de paredes. Él odia las paredes. Hace mucho que vive en la calle. Desde entonces se siente feliz y libre. Hay muchos momentos del día que se tumba en su banco y con los ojos bien abiertos contempla ese pedacito de cielo azul manchado únicamente por algunas nubes blancas que son barridas por las ramas verdes y largas de su palmera.

Los inviernos son más duros. Hay ocasiones que pasa la noche en algún cajero y en otras, sobre todo las noches mas frías, la guardia urbana lo recoge y lo traslada hasta un albergue municipal. Él no le pide más a la vida. Esto es su vida, la anterior a estar en la calle la ha borrado por completo de su memoria. No habla con nadie de ello. No existe.

Muslo es lo más importante para él. Le puso ese nombre cuando lo recogió en la calle, ahora hace cuatro años. Decía que sus patas parecían muslitos de pollo y de ahí su apodo. Es un perro muy bien educado, de eso se ha encargado Fernando.

Está anocheciendo. Hoy tiene que levantarse y dar una vuelta por el barrio. Ha llegado la furgoneta del ayuntamiento para regar la calle. Coge su carro y empieza su corto paseo. Muslo le sigue fiel, moviendo la cola y regalándole infinidad de lametazos.

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martes, 10 de febrero de 2009

La huida


La huida


Esta mañana me he despertado con las manos húmedas, calientes, manchadas de sangre. Mi cuerpo estaba desnudo. El recorrido de mis venas iba acompañado de arañazos finos, uno de ellos perfilaba la imagen de un ave. Un estremecimiento recorrió todo mi ser. Me di cuenta que estaba temblando, que no era capaz de mover un solo músculo de mi cuerpo.

Durante unos instantes he intentado recordar que hice por la noche, a quien había visto, con quien había hablado. No lo he conseguido. No recordaba un solo momento del día anterior. Mi memoria estaba bloqueada.

Tenía la boca seca. Corrí a la cocina para servirme un vaso de agua pero en el camino tropecé con algunos cristales rotos. Iba descalza, me hice un corte profundo en uno de mis pies. Seguidamente, sentí la premura de taparme. Fui cojeando hasta mi habitación, el pie sangraba considerablemente. Cubrí mi cuerpo desnudo con una bata. Volvió a mi garganta la necesidad de beber para calmar mi sed.

Me senté durante unos minutos en el borde de mi cama con los codos apoyados sobre mis rodillas y sujetándome la cara con ambas manos. Fui recorriendo cada centímetro de la habitación con mi aturdida mirada y descubrí objetos nuevos, que no recordaba. Asumí que posiblemente había pasado más tiempo del que podía imaginar en aquel estado.

Qué largos momentos de desesperación, de angustia, de pánico. Empecé a pensar que podía ser víctima de algún turbio asunto que yo, en aquel instante, no podía recordar. El pie continuaba sangrando. Sentí una necesidad irrefrenable de escapar de allí.

Me dirigí veloz y ágil hacia la puerta de salida, pero no la pude abrir. Mis manos estaban comprimidas. Mis dedos habían quedado fusionados. Instintivamente corrí hacia el salón y tampoco pude abrir la ventana. Busqué agobiadamente una salida.

Mis pasos se dirigieron a la buhardilla. Pero no, no estaba caminando, estaba saltando. Saltos pequeños y rápidos. Continué mi recorrido en un estado entre perpleja y ansiosa hacia la escalera. Mi imagen quedó reflejada en el espejo. No era yo. Mi cabeza había sido reducida a la mitad, tenia medio cráneo amputado, lleno de sangre. Sangre caliente, como la de mis manos. Mi cabello se había transformado en plumas. No exactamente, se estaba convirtiendo en plumas. Mi cuerpo estaba sufriendo una metamorfosis lenta, sin dolor.

Continué saltando hacia la buhardilla. La ventana del techo estaba medio abierta. De pronto, empecé a saltar encima de la mesa, todos los papeles, libros, objetos, iban cayendo a tenor de mis saltos. Me apresuré hacia la pared y mi cuerpo, ya diminuto, se aposentó encima de mi cuadro de los girasoles. Desde allí levanté el vuelo y logré huir por la ventana.

La casa quedó vacía. Unas pocas plumas volaban en el interior de la habitación.
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domingo, 8 de febrero de 2009

Binomio fantástico (pañal-resumen)


Binomio fantástico (pañal-resumen)

Carolina nació un domingo a las once de la noche del mes de junio. Una noche templada, con un cielo sereno repleto de estrellas. Fue un parto fácil, sin complicaciones. Su lenguaje fue un llanto tímido, casi imperceptible. Su diminuto cuerpo desnudo se agitaba con movimientos libres de presión que duraron poco hasta que le colocaron su primer pañal.

Había luna llena. Desde la ventana de la habitación se podían contemplar las olas romperse en “Estrellita de mar”, la barca de pesca de su padre, abandonada en la orilla precipitadamente para la ocasión.

Hasta los seis años su única tarea fue jugar. Se divertía con cualquier cosa, pero principalmente le gustaba utilizar los botes que ya no servían en la cocina de mamá para llenarlos de arena y descargarlos seguidamente en el corral de su abuela donde las gallinas se rebozaban en ella a su antojo.

Los años que siguieron fueron los más felices de su vida. Durante el día acudía a la escuela del pueblo, junto con otros siete niños. Allí aprendió lo que necesitaba para salir adelante en la vida como le decía su padre, escribir y contar.

Por las mañanas, antes de ir a la escuela, salía corriendo hacia la playa, se sentaba en la arena y esperaba. Esperaba lo que hiciera falta, hasta que podía divisar a lo lejos la barca de su padre que junto con su abuelo salían cada noche a faenar. Después les ayudaba a descargar el pescado, a transportarlo en sus respectivas cajas, para más tarde ponerlo a la venta. Esos eran los mejores momentos del día. Adoraba el olor del mar, disfrutaba de la música que componían las olas cuando llegaban a la orilla, sus ojos se perdían en el horizonte y dejaba volar su imaginación.

Una mañana de un frio otoño no regresaron. Dos días más tarde sus cuerpos fueron arrastrados hasta las rocas de una localidad vecina. Fueron largos meses llenos de tristeza y de luto en la familia.

No había comida para todos. Carolina y su madre se trasladaron a la gran ciudad, a casa de su tía Emilia. Fueron años difíciles pero emocionantes. Logró encontrar un buen trabajo en un puesto de pescadería del mercado del barrio. Por las noches acudía a un centro de estudios y después de muchos sacrificios consiguió convertirse en enfermera.

Durante su tiempo libre prestó asistencia a colectivos marginados. Participaba en multitud de actividades y se implicaba en diversos proyectos solidarios. Viajó por varios países del tercer mundo aportando su energía, involucrándose en todos y cada uno de sus objetivos.

Ante tantos momentos de miseria y desesperación que presenció durante un largo recorrido de su vida, su complicidad con todos ellos fue la máxima que se puede esperar de un ser humano. Su salud se iba extinguiendo con los años hasta que una corta enfermedad pudo con su inmunidad.

Los últimos días de su existencia los pasó en la habitación de un hospital comarcal, donde debido a su incontinencia urinaria le cambiaban los pañales tres veces al día. Postrada en su lecho y con una mente lúcida hacía un breve resumen de su vida. Se acordaba de “Estrellita de mar” avanzando con los remos al ritmo de las olas, del rostro feliz de su padre cada vez que la veía esperándole en la playa, de su casa, de su habitación con vistas al mar.
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lunes, 2 de febrero de 2009

Hotel London Bridge

Hotel London Bridge


El hall del hotel estaba muy concurrido esa mañana. Los recepcionistas no daban abasto. Ernesto entró frotándose las manos. La temperatura exterior había disminuido considerablemente desde que llegaron a la ciudad. Se sentó en uno de los sillones de piel beige que se encontraban delante de los ascensores. Cada mañana salía a dar un paseo antes del desayuno y mientras tanto su mujer, Azucena, se arreglaba para bajar.

Hacía tres días que habían llegado a Londres para asistir a un congreso de oncología que se celebraba anualmente. Estaban alojados en el Hotel London Bridge, muy cerca del metro. Las paredes estaban forradas de un tejido similar al terciopelo, adornado de pigmentos dorados, de color burdeos. Tenía distintos tipos de iluminación, en los salones había lámparas de porcelana que se apoyaban en unas mesitas de nogal, con una luz tenue ligeramente azulada, que daba una sensación de relax y descanso para la vista, mientras que la iluminación de la zona de recepción era de una intensidad más fuerte ofrecida por múltiples halógenos. En las paredes colgaban diferentes cuadros de estilo impresionista, todos ellos destacados y puestos en relieve con diferentes sombras, iluminados puntualmente.

Todos los congresistas estaban alojados entre la segunda y tercera planta. En esta ocasión podían presumir de tener a la flor y nata de los mejores oncólogos del mundo, el equipo del doctor Palacios de Buenos Aires, una eminencia en ese campo, creador de una vacuna que podría paralizar el aumento de las células cancerígenas y frenar la temida metástasis. En este certamen iba dar a conocer la fórmula a todo el mundo de la medicina.

Ese era el último día del congreso pero Ernesto y Azucena habían pedido un par de días de vacaciones en sus respectivos centros para alargar un poco la estancia y poder conocer la ciudad a fondo.

Mientras tanto, Azucena ya se había maquillado, tenía puesto un traje de chaqueta de color salmón que hacía más de dos años que no había logrado meterse después de engordar al menos cuatro quilos durante el verano anterior. Llamaron a la puerta.

- Ernesto ¡solo me falta meterme las botas! –exclamó al mismo tiempo que abría la puerta. Oh disculpe, pensaba que era mi marido, ¿Qué desea?

El hombre, de aproximadamente cincuenta años, cabello rubio, ojos claros y muy alto se abalanzó sobre ella tapándole la boca con un pañuelo impregnado de cloroformo y esperó el tiempo justo para verla desfallecer. La colocó encima de su cama y seguidamente hizo una llamada.

- La tenemos. Todo como previsto. Que venga inmediatamente Alejandro para continuar con lo planeado, deprisa. El marido está esperándola abajo. Es el turno de Elisabeth.

Seguidamente llamaron a la puerta. El individuo abrió a otro hombre, de fisonomía latina, de unos grandes ojos negros y cabello rizado, moreno, de unos treinta y pocos años. Entre los dos vigilaron el pasillo de salida hacia los ascensores y desaparecieron por la escalera de emergencia con el cuerpo pesado y todavía desvanecido de Azucena.

Cuando Ernesto vio que pasaban treinta minutos de la hora acordada para el desayuno, decidió subir a la habitación para dar un toque de atención a su esposa. Llamó dos veces y al ver que no contestaba pensó que se habían cruzado en los ascensores. Bajó al hall y se fue directamente a la cafetería con la certeza de encontrar a Azucena allí.

El hotel tenía dos plantas subterráneas que en ese periodo estaban siendo reformadas para la creación de una lavandería propia y un gimnasio para la clientela. Dado que era fin de semana se encontraban cerradas a toda persona ajena a la obra. El tipo alto y rubio tenía la llave de acceso y por lo visto lo consideraba un lugar seguro para esconder a su rehén durante las siguientes cuarenta y ocho horas.

Ernesto se estaba dirigiendo hacia la cafetería cuando una joven se le acercó y sujetándole por el brazo le susurró al oído unas palabras que hicieron frenar su marcha.

- Es inútil que la busque. En estos momentos está en nuestro poder. No le pasará nada. Es muy sencillo, solo queremos la fórmula de su vacuna.

Ernesto la miró atónito, desconfiado, y antes de que pudiera replicar, la mujer le enseñó una cámara donde podía ver a su esposa con los ojos vendados.

- Oiga, no sé de lo que me está hablando. ¿ha dicho usted fórmula? –le contestó irritado. Seguro que me han confundido con otra persona. Yo soy el doctor Ernesto Vila –continuó aumentando el tono de su voz. ¿Qué le han hecho a mi mujer? ¡malnacidos!

Justo detrás de ellos aparecieron, con la velocidad y agilidad de una serpiente, dos hombres vestidos con traje oscuro que en cuestión de segundos inmovilizaron a la joven y enseñaron sus placas de la Scotland Yard. Con un acento británico indiscutible se presentaron a Ernesto.

- Soy el sargento Dalton de Criminal Investigation. No se preocupe. Tenemos todo controlado. Hace meses que les seguimos la pista. Esta es Elisabeth Reina, la cabecilla de un grupo que se dedica a extorsionar a empresarios y últimamente apuntaban todavía más alto. Esta ha sido la prueba que necesitábamos para proceder al arresto.

- Pero sargento… tienen a mi mujer –dijo Ernesto desesperado.

- Uno de los nuestros estaba infiltrado en el grupo. En estos momentos ya tiene la situación bajo control.

Ernesto estaba todavía bajo shock cuando vio aparecer a Azucena. Se unieron con un fuerte abrazo, emocionados. Todavía no se lo podían creer. El sargento Dalton se dirigió a la pareja para darles una explicación de lo que probablemente había sucedido.

- Por lo visto la recepcionista se equivocó al asignarle su habitación. Era la que tenía reservada el doctor Palacios. Está claro que ellos perseguían la fórmula. Si no les importa tendrán que acompañarme a jefatura a testificar, después podrán continuar con su programa de viaje.

Definitivamente ese día Ernesto y Azucena se quedaron sin desayuno.


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lunes, 26 de enero de 2009

Mi refugio


Mi refugio

Cuarenta minutos ha durado la travesía. Hoy no ha habido mala mar. Desembarcamos mi soledad y yo con un montón de conflictos como único equipaje de mano, con el firme propósito de lanzarlos por el acantilado, de hacerlos evaporar antes de que lleguen al mar.

Como siempre, cuando llego al puerto, me emociono. Me impaciento por llegar a casa. Tengo deseos de esconderme, de perderme entre los caminos rurales, de conquistar al viento para que me ayude a caminar. Mientras camino voy acariciando cada piedra y cada flor con la mirada. Me detengo cada pocos pasos para escuchar ese silencio que me seduce, que me envuelve, que me hace escapar una sonrisa de satisfacción.

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domingo, 25 de enero de 2009

jueves, 15 de enero de 2009

Felicidad interrumpida


Felicidad interrumpida

Su jefe le había dado el resto del día libre. Marisa es la enfermera de un renombrado cirujano de la ciudad. Decidió dar una sorpresa a su marido. Todavía le daba tiempo a cambiarse de ropa y calzado, hacer una llamada al restaurante italiano que tanto gustaba a Marcos y llegar a tiempo para invitarle a comer.

Le sobraron quince minutos y se sentó en una mesita, al sol, en la terraza del bar enfrente de la oficina de su marido. Mientras se tomaba un vermut blanco con hielo y unas olivas aliñadas, recordaba esos tantos momentos de felicidad junto a su esposo. Eran tantos que casi no le cabían en su memoria.

Pasaban diez minutos del horario de salida. Marisa pidió la cuenta al camarero. Sus ojos se clavaron en el portal del edificio. Le vio salir. No estaba solo. Era Laura, su compañera de redacción.

Mientras pagaba, le hizo un gesto a Marcos pero éste no la vio. Se disponía a cruzar la calle, cuando en ese momento Laura abrazó a su marido y Marcos le respondió con un apasionado beso. Un beso de no recuerda cuantos segundos, pero fueron muchos.

Se quedó clavada en el asfalto, delante del semáforo en verde sin atreverse a cruzar la calle. Sintió un sofocón, su vista se nubló de tanto mirarlos, sin pestañear, observando todos los siguientes pasos de la pareja, comprobando que no había ningún tipo de error. Era su marido. Era el hombre de su vida, su compañero, su amigo, su amante. Era su sentido de la vida. Era su propia vida.

Finalmente se decidió a cruzar la calle y fue acercándose más a ellos. A medida que se aproximaba su rabia aumentaba, su corazón se aceleraba y sus ojos inundados en cólera perseguían los de su marido. Continuó caminando con el propósito de montar un escándalo, de arrancarle el moño a Laura, de escupirles a la cara, de arrebatarles su momento de felicidad. Su marido estaba tan magnetizado con su acompañante que ni siquiera la vio.

No le dio tiempo. La pareja cogió un taxi y desapareció de su vista. Parada en medio de una multitud conoció la soledad. Su rabia se fue convirtiendo en tristeza y solo pudo llorar. Se fue haciendo paso entre la gente hasta alcanzar la pared de la fachada del edificio. Tuvo que apoyarse para no caer. Sus piernas se debilitaban. Apenas tenía fuerza para permanecer de pie. Perdió la noción del tiempo.

Su corazón le concedió una tregua. Volvió a casa. Cerraba sus ojos y los veía una y otra vez, abrazándose, besándose, cogiendo ese taxi hacia un lugar elegido por los dos. Su querido Marcos había muerto para ella.

Se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Con una completa oscuridad y con todo el silencio de una casa vacía empezó a ver las cosas claras. Por nada del mundo permitiría que se fuera con otra. Al cabo de un par de horas se levantó y se dirigió al mueble bar situado al lado del equipo de música. Se sirvió una copa de coñac. Seguidamente vertió unas gotas de un frasco pequeño en la botella y puso un compact disc de Giuseppe Verdi. Mientras oía una pieza de La Traviata que le encantaba, su mano derecha alzaba el volumen disfrutando de la música. En la otra mano sujetaba la copa, la movía con destreza y saboreaba cada segundo a sorbos. Este ritual lo hacía cada día su querido Marcos cuando llegaba a casa por la noche. Cuando terminó la música, apagó todo y volvió a la cama.

Marcos llegó a la hora de siempre. Encendió todas las luces, pensó que Marisa no había llegado todavía. Se dejó caer en el sillón verde botella que siempre utilizaba Marisa para leer, enfrente al dormitorio. Se sirvió una copa de coñac y cogió el móvil para llamar a Laura.
- Acabo de dejarte y ya te echo de menos –le dijo con una voz mimosa. Sí, sí, te lo prometo. Hoy mismo se lo digo.

Marisa salió de su habitación como un espectro. Se acercó lentamente a su marido. Iba descalza, tenía la cara desencajada, estaba despeinada, tenía el rímel corrido y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Tragó saliva, se arregló el cabello, se colocó sus zapatos abandonados en la alfombra, se ajustó la falda subiéndose la cremallera y con una mirada llena de vacío se dirigió a su marido.
- ¿Qué es lo que me tienes que decir? –le preguntó Marisa clavando sus ojos en los él.
Marcos tenía una expresión difícil de describir. Estaba claro que su mujer había oído la conversación que mantuvo con Laura.
- Marisa, yo...No sé cómo decirte…-empezó a titubear apartando la mirada de su mujer.

Se sorprendió a si misma adoptando un actitud fría, inquisidora. Decidió dejar hablar a su marido. De hecho, ella deseaba que él hablase, que sufriera para contarle lo que ella ya sabía. Aunque con lo buen actor que había demostrado ser tampoco le costaría demasiado.
- Lo siento mucho Marisa. Estoy enamorado de otra mujer. Ya no te quiero…

Ella ya no le escuchaba. Observaba atentamente como le temblaban las manos a Marcos, como se convulsionaba su cuerpo. Finalmente no habló más. Se calló para siempre.

Marisa se acercó a él, comprobó el pulso y seguidamente se dirigió al teléfono.
- ¿Policía? Acabo de matar a mi marido.


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domingo, 11 de enero de 2009

Las siete y veinticinco


Las siete y veinticinco

Eran las siete y veinticinco minutos. Hacía más de dos horas que estaba despierta y decidí comprobar con reloj en mano a la hora exacta que salía el sol. A las siete y veinticinco. Por supuesto era el mes de Diciembre.

Mis ojos se fugaron con el color del cielo, inundados de un tibio rayo de sol. Contemplando tanta belleza me sorprendí escuchando un suspiro mío, tímido, rompiendo el silencio más profundo.

Los tejados de las casas vecinas estaban mojados por la humedad del ambiente. No había llovido, pero lo parecía. Cada siete segundos me alcanzaba la luz del faro, destellaba iluminando su corto camino hacia mi balcón.

Antes de salir al exterior me había colocado en forma de capa una manta vieja que había encontrado por el armario de la abuela. La estrechaba contra mí, abrazándome, dándome el calor suficiente que yo necesitaba en ese momento. Mis pies estaban descalzos sintiendo el frio contacto del mármol, que contrastaba con la alta temperatura del resto de mi cuerpo.

Poco a poco mis ojos recorrieron todo el valle, reposando en cada casa y en cada árbol, trasladándome hasta ellos, meciéndome en sus ramas y dejándome acariciar por las gotas que resbalaban de sus hojas, sintiendo paz y quietud. Durante los siguientes quince minutos logré ser feliz, una vez más, y disfrutar de lo mucho que tenía delante de mí.

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Foto




Formentera, 30 diciembre, un día frío pero soleado. Hora 12 aprox. El único sonido era el de las gaviotas por encima de nuestras cabezas. Cap de Barbaria, claro.

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sábado, 3 de enero de 2009

Acosada

Acosada


Vanessa subía las escaleras de dos en dos. Presentía que estaba ahí, a poca distancia, pisándole los talones. Cuando llegó al último piso apenas podía respirar. Ni siquiera perdió tiempo para mirar atrás. Introdujo la llave en la cerradura, le dio dos vueltas y la puerta se abrió. Llegado ese momento ya no respiraba completamente, no se lo podía permitir. Entró con la velocidad de un rayo y cerro tras sí. Se apoyó en la mirilla y entonces ya respirando se atrevió a mirar. No había nadie.

Se sentó a los pies de su cama para quitarse los zapatos y se dejó caer. Estalló en sollozos. Gritaba, lloraba, se retorcía de angustia, volvía a gritar. Permaneció así durante un rato hasta que se calmó, agotada.

A la mañana siguiente se levantó más o menos tranquila. Se había mentalizado que no podía continuar así, que le plantaría cara de una vez por todas. ¿Quién era ese hombre?, ¿Qué quería de ella? Estas preguntas la estaban atosigando. Pero ella intuía que no estaba allí por casualidad.

Eligió un momento de la mañana concreto. Durante algunas horas había estado pensando cómo dirigirse a él. Lo haré de una forma respetuosa, con educación –se dijo. De ninguna manera tenía que demostrar el miedo que sentía. Tenía que ser un instante que no estuviese sola, aprovechando que algún vecino de la escalera saliese de su casa. Estaría pendiente del sonido de alguna puerta cerrándose para bajar ella corriendo. Es una tarea fácil –pensó. Mientras se convencía, iba recobrando la confianza en sí misma. Estaba mentalizada. Era la ocasión.

Se vistió con rapidez. Se puso unos pantalones anchos y una camiseta de algodón larga. Había optado por ese vestuario, muy discreto y poco agraciado. De alguna manera no quería llamar su atención. ¿Y si fuese un pervertido? ¿Y si lo único que quería de ella era su cuerpo? De ser así se presentaría con un aspecto poco femenino. Le intentaría convencer que se había equivocado de objeto.

Permaneció detrás de la puerta durante largo rato, escuchando un posible movimiento en la escalera. Solo quedaba esperar el momento justo. Llevaba puestas unas zapatillas deportivas muy cómodas, por si tenía que correr. También había preparado una mochila pequeña donde guardar sus llaves y algo de dinero por si tenía que coger un taxi, como medio de huida.

Una puerta, finalmente. Abrió y bajó las escaleras corriendo. Se apoyaba a la barandilla para darse empuje. Vio la figura de un vecino bajando. Ella lo alcanzó en pocos segundos. Había sido rapidísima. Había estado casi perfecta. Ya no estaría sola para cuando llegase al portal. Se le escapó una sonrisa de satisfacción. Una parte de su tarea estaba hecha.

- Buenos días –dijo a la espalda de su vecino con un tono cantarín.

El hombre se giró sorprendido. No la había oído bajar.

- Hola, que tal –contestó muy amablemente. Bonito día. Veo que no te acuerdas de mí. Yo era amigo de tu padre cuando hicimos el servicio militar. Un día estuve comiendo con mi difunta esposa en tu casa, de eso hace muchos años. Me he trasladado a esta escalera recientemente.

Vanessa se quedó petrificada, con la boca ligeramente abierta, sin pronunciar una palabra. Era él. Ese hombre que veía siempre en el portal que no separaba la vista de ella, que la sonreía e intentaba acercarse. El protagonista de sus miedos, de sus pesadillas. Era él.

- Lo siento, no lo recuerdo. Pero ahora que lo dice, me parece que algo me viene a la memoria. Discúlpeme, soy un poco despistada. Bienvenido.

Bajaron juntos hasta la calle. Después se despidieron. Vanessa le contó que iba de compras.

Intuyó un color rojo oscuro en su cara, notó el calor de sus mejillas y sintió vergüenza.

Mientras caminaba calle abajo, se planteó cambiar estilo de vida. Concluyó que estaba muy estresada. Al menos eso deseaba creer.



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