jueves, 16 de abril de 2009

El ventanal



Aurora permanece sentada en el sillón que le regaló su hijo para su setenta y cinco cumpleaños, de un tejido muy cálido y de colores alegres. Su mirada traspasa los límites del ventanal donde sus pupilas sólo alcanzan las antenas de los edificios vecinos. Puede ver un pedazo de cielo, cubierto de nubes como algodones, que ella estudia detenidamente. Su expresión refleja un dolor que ningún medicamento ha aplacado.

Su marido, Enrique, se acerca a ella con medio vaso de zumo de fruta, el líquido baila en sus manos temblorosas, derramando alguna que otra gota por el camino.
- Cariño, tómate la pastilla con este poquito zumo – le acerca el vaso a los labios y le acaricia la cabeza.

Ella le mira con dulzura. Sus movimientos son lentos, pero logra regalarle una sonrisa, no sin evitar mostrar una mueca de desesperación.

Enrique se ha convertido en su sombra. Apenas duerme, apenas come; pero está nutrido. Se alimenta de amor. La rabia le mantiene con la energía suficiente para estar de pie, esa rabia de pensar que seguramente se irá ella antes que él y sabe que no resistirá ni cuarenta y ocho horas sin ella. “Moriré de pena” decía con su voz quebrada de desolación.

Enrique coloca una silla al lado del sillón de su esposa, le coge su mano y permite que su mirada se escape revoltosa hacia un lugar que desconoce para luego volver y atravesar la ventana que ilumina la habitación.
- Mira Aurora, ¿ves toda esa bandada de pájaros? – le da un ligero apretón en la mano señalándole la ventana. Vas a ver dentro de pocos segundos como se colocan en las antenas formando un círculo. Mira, mira…

A Aurora se le escapa un sonido gutural que recuerda a una risa tímida y sus ojos se esfuerzan en abrirse para más tarde desistir y quedar ligeramente entornados.

- Esta tarde viene la doctora a verte – le dice mientras se levanta a cogerle una manta para cubrir sus piernas. Me ha dicho que cuando termine con sus visitas pasará, que tiene una medicina nueva que te va a ayudar a mitigar el dolor.

Ella no hace ningún comentario, pero unas lágrimas osadas rompen el hastío de su cuerpo y se deslizan por sus mejillas. Hace días que no quiere hablar. Su enfermedad, gravemente extendida por casi todo el cuerpo, le dificulta las articulaciones de la garganta. Pronunciar unas palabras le supone un gran esfuerzo, acompañado generalmente de mucho sufrimiento.

Las manecillas del reloj siguen su ritmo frenético, mientras en el interior de la casa se ha parado el tiempo. Aurora logra dormir de puro agotamiento, él aprovecha para dar una cabezadita. Tiene su mano sujeta a la de Aurora, se ha acostumbrado a dormir así, con sus cuerpos unidos por el calor de sus manos.

Pasados una cantidad de incontables minutos, la temperatura de la atmósfera que le rodea ha disminuido. Las manos de Aurora están frías, su rostro ya no refleja dolor, está relajado. Su corazón se ha parado, pero las manecillas del reloj siguen su ritmo frenético.
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