jueves, 5 de noviembre de 2009

Pétalos de rosas



Arthur se detuvo unos instantes y con mucho sigilo apoyó su oído a la puerta y permaneció en esta posición hasta comprobar que el silencio reinaba en aquella estancia. Abrió la puerta lentamente. Sus ojos se clavaron en aquel bello cuerpo todavía dormido. Se acercó a observarla. Nunca tocaba a Beatrice cuando dormía. Como si de un depredador se tratase comenzó a dar vueltas en torno a la enorme cama en medio de aquella inmensa habitación que años atrás ocupaban sus antecesores por parte de madre. Su mirada se dirigió hacia la puerta que daba al balcón principal. Había quedado entreabierta. Unos tímidos rayos de sol iluminaban el jarrón de porcelana china donde más hermosas que nunca florecían las siete rosas blancas que él había cogido del jardín el día anterior. Se aproximó a ellas, inhaló profundamente su fragancia y, cerrando los ojos, emitió un suspiro de satisfacción. Se anudó el batín de seda que cubría su cuerpo desnudo y salió de la habitación silenciosamente.

Regresó a su alcoba. Doscientos metros cuadrados de absoluto arte, diversos cuadros adquiridos en subastas de Londres, esculturas dignas de un museo, estupendas alfombras persas y bellísimas lámparas de cristal decoraban un espacio suyo, donde pasaba horas enteras escuchando música, tocando el piano o leyendo uno de los cientos de libros de su biblioteca.

Al atardecer, después de más de dos horas de oración arrodillado frente a un pequeño altar instalado justo al lado de un pequeño baúl de nogal, volvió a la habitación de Beatrice. Se había puesto uno de sus trajes de lino blanco y unos mocasines del mismo color. Estaba perfumado para la ocasión. Abrió la puerta y allí estaba ella, tan bella como siempre, con los ojos abiertos. Arthur se le acercó con pasos lentos, saboreando los primeros instantes de lo que iba a ser un momento importante para él. Permaneció de pie con una amplia sonrisa dedicada a la mujer de sus sueños. Después de comprobar que tanto las extremidades inferiores como superiores de Beatrice continuaban correctamente encadenadas, le susurró al oído.
- Amada mía, hoy es un gran día. Después de tanto tiempo relacionándonos en silencio ya va siendo hora que empecemos a conocernos – y de un tirón seco le arrancó el esparadrapo que cubría su boca.

Únicamente la fauna que deambulaba por aquellos alrededores del majestuoso palacio de Arthur escuchó las súplicas y gemidos de Beatrice. Una ráfaga de viento desplomó el jarrón de porcelana china dejando los pétalos de las siete rosas blancas esparcidos por el frío suelo de mármol.