viernes, 20 de marzo de 2009

Un garbanzo en una enorme silla


Lorena rompió a llorar cuando colgó el teléfono. Esperó unos instantes, se secó las lágrimas con el delantal y se dirigió al sótano, donde su jefe estaba sacando una hornada de pan.
- Señor Mateo, lo siento pero me han llamado del colegio de mi hijo, por lo visto se ha peleado con un compañero. El director quiere verme, me ha pedido que vaya lo más pronto posible –mientras se lo decía, sus uñas iban escarbando en el fondo del bolsillo, de la misma forma que lo hacía cuando era pequeña y la llamaban a la pizarra, o cuando le hacían el examen oral que ella tanto odiaba.
- Vaya, vaya –le dijo su jefe sin mirarle a la cara. Pero no tarde mucho, que hay trabajo.

Lorena le dio las gracias, se puso el abrigo y cambió su calzado de trabajo por sus zapatos de tacón que se había comprado en las rebajas el mes anterior. Mientras se dirigía hacia el metro iba mirándose los pies, se sentía una intrusa en esos zapatos que no iban con ella; maldijo la ocurrencia que tuvo de ponérselos esa mañana, era como si estuviese en un escaparate, y ella fuese el maniquí al que estaban decorando. En su trayecto hacia el colegio intentaba evitar pensar en el tema que le preocupaba, el causante de su pérdida de sueño de las últimas noches, de las últimas semanas.

Hacía exactamente un mes y una semana que había encontrado en el bolsillo de un pantalón de su hijo de dieciséis años dos pastillas pequeñas envueltas en papel aluminio. Cuando le preguntó con toda sospecha que era aquello, su hijo le contestó con una expresión mentirosa que ella conocía perfectamente en su rostro, le dijo que pertenecía a un compañero de clase y un montón de patrañas añadidas. A todo esto se sumaba un comportamiento violento hacia ella que en los últimos días se había acentuado.

Entró en el recinto del colegio con una sensación de impotencia, con una necesidad vital de desaparecer por un tiempo del mundo, o tener un largo sueño, como en La Bella Durmiente, y al despertar que sus conflictos, o mejor dicho, su conflicto se hubiese esfumado.

El conserje le acompañó hasta el despacho del director. Intuyó su mirada curiosa como quien mira a un bicho raro, se sintió observada y posiblemente hasta juzgada por aquel individuo.
- Siéntese, por favor –le señaló la silla libre que había en el despacho, al lado de su hijo. Lo que tengo que decirle me duele, pero no tengo otra salida. El comportamiento de su hijo en este curso está siendo cuestionado por todos los profesores y por parte del alumnado, que son víctimas de su agresividad verbal y hasta física en dos ocasiones este mes. Esta mañana ha agredido a un compañero suyo, que ha tenido que ser asistido por algunas contusiones.

El director seguía hablando. A medida que él iba creciendo en su argumento, ella iba disminuyendo en su tamaño, hasta sentirse como un garbanzo en aquella enorme silla. Su corazón había encogido y sus zapatos habían pasado por el zoom de aumento hasta llenar aquella habitación.
- Esta mañana hemos tenido una reunión y hemos decidido expulsar a su hijo durante un periodo no inferior a un mes. Le recomendamos que le trate un psicólogo. Más adelante se pone en contacto con el colegio para estudiar su vuelta a clase, siempre y cuando haya una mejoría en su carácter o esté siguiendo un tratamiento –concluyó el director con un punto y aparte en sus palabras.
- Mi hijo no está pasando por un buen momento, desde que su padre y yo nos hemos separado ha adoptado una actitud rebelde. Entiendo su decisión y la respeto. Lamento mucho lo de ese compañero, jamás pensé que mi hijo llegara a agredir a nadie. Le llamaré –se despidió con un apretón de manos y con su autoestima por los suelos.

Salieron sin pronunciar palabra alguna. Su hijo la seguía a unos cuantos centímetros de distancia, arrastrando la mochila y los pies, esperando la reprimenda de su madre. Pero no la hubo, en ese preciso instante no podía hablar, estaba tan enfadada como asustada. Enfadada consigo misma por no haber dado la talla como madre, por no saber comunicarse con su hijo, por no poder protegerle de las malas compañías. Asustada por no saber por dónde empezar, por presentir que se le estaba escapando de las manos la situación.

Después de recapacitar durante largo rato, concluyó que no solo su hijo necesitaba ayuda, ella también.
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viernes, 13 de marzo de 2009

Música




Suena la música, la habitación se inunda de melodía, cierro los ojos, mi cuerpo se deja llevar por el ritmo. Mi imaginación me acompaña resignada. Atravieso los muros que me separan del exterior, rompiéndome en mil pedazos. Todos mis sentidos se multiplican permitiéndome saborear los placeres de la vida sin perderme un solo detalle.
Una sobrecarga de tensión emocional ha producido un corto circuito en mi cerebro. El volumen de la música disminuye hasta desaparecer. Los recuerdos se amotinan para recuperar su lugar. Mis sentidos se atrofian y mis placeres llegan a su fin.

sábado, 7 de marzo de 2009

El Infierno, última parada



Por fin ha llegado. Las puertas del ascensor se abren para hacer bajar a Rogelio entre multitud de recién llegados. Por los altavoces han informado que la parada de El Cielo estaba cerrada provisionalmente a causa de las obras para la ampliación del vestíbulo, por lo visto prevén un aumento de almas con mucha fe, han comentado algo sobre la crisis pero él no le ha prestado la mínima atención. La parada de El Purgatorio estaba colapsada. Han tenido que pedir refuerzos a los de seguridad pues los que tenían que apearse en El Cielo se negaban a mezclarse con los pecadores.

Tras una larga noche de fiesta con amigos se fue a dormir con un fuerte dolor en el pecho. Hoy no se ha levantado, durante unos minutos, los últimos de su vida, ha escuchado gritos, eran los del samur masajeándole el pecho, ha visto como su hija gimoteaba apoyando su cabeza en el hombro del inútil de su marido. Su nieto, allí estaba pasmado, sin reaccionar. “Seguro que va hasta las cejas de porros y de cervezas y está más colgado que yo” - ha pensado Rogelio antes de cerrar los ojos por última vez.

Entre puñetazos y patadas ha logrado ser el primero de la fila. Ahí está ahora, sonando el timbre del portal de El Infierno. Le abre un tipo que vio en los telediarios, que había descuartizado a su vecina porque no le dejó usar su teléfono.

- ¡A ver, un poco de orden, pardillos! Quiero ver en vuestras sucias manos el certificado de mala conducta, deprisa.

Rogelio le entrega su documento todo orgulloso y feliz. Atraviesa el umbral y mientras se aleja va frotándose las manos dispuesto a continuar con la juerga.

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domingo, 1 de marzo de 2009

El brillo perdido



Son las cinco de la mañana. Gloria apaga el despertador de un manotazo. Es la segunda vez esta semana que lo tira al suelo. Mientras lo recoge, recapacita y decide tener más cuidado, romper el despertador no es una solución a sus problemas, todo lo contrario, tendría que comprar uno nuevo y actualmente a duras penas llega a fin de mes.

En el camino hacia el cuarto de baño, va recogiendo la ropa de sus hijos abandonada por el suelo de la habitación. Resignada, coge aire y se muerde la lengua para no soltar un taco.

Mientras se está lavando los dientes, se mira al espejo y contempla ese rostro envejecido, esas ojeras enormes y esos ojos que perdieron el brillo en el momento que perdió la ilusión de vivir.

Gloria tiene tres hijos a su cargo, Laura de seis años, Juan de nueve y Andrés de quince. Los dos más pequeños son de Javier, un delincuente nato y una mala persona. Solo le dio disgustos desde que le conoció, se pasaba el tiempo entrando y saliendo de la cárcel. En un atraco a un banco el guardia de seguridad le disparó y acertó de pleno. Todavía lo está celebrando Gloria. Las palizas a ella y a su hijo Andrés eran frecuentes. Si no hubiese acabado con su vida el guardia de seguridad, lo habría hecho ella. En más de una ocasión estuvo tentada de tirarle por el balcón cuando llegaba borracho como una cuba y no se tenía apenas de pie. El padre de Andrés era un crío, como ella. Desapareció cuando se enteró que Gloria estaba embarazada.

Hace cinco años que trabaja como asistenta en casa del matrimonio Garrido. Una pareja encantadora con dos hijos, Maya, divorciada, con un pequeño de cinco años, y Alberto, un soltero de lujo del que Gloria está profundamente enamorada. Una vez Gloria tuvo una lipotimia mientras trabajaba y él se ocupó de acompañarla a casa en su coche y estuvo más de dos horas al cuidado de su hija pequeña hasta que se recuperó totalmente.

Alberto es arquitecto, tiene un estudio en Barcelona. En más de una ocasión, con el pretexto de finalizar algún trabajo pendiente en el estudio, se ha ofrecido a acompañar a Gloria cuando ésta acababa su trabajo, a lo que ella aceptaba muy gustosamente, pues el desplazamiento hasta su casa no era cosa fácil. Cada mañana tenía que salir muy temprano para coger el tren hasta el pueblo y desde la estación, treinta minutos a pie por una carretera comarcal.

Son las seis de la tarde. Por hoy ha finalizado su jornada laboral. Esta tan cansada que tiene dificultad hasta para caminar. Entonces recuerda que no ha probado bocado en todo el día.
- Estos nervios van a acabar con mi estómago – murmura mientras se quita el delantal y lo coloca en el perchero de la cocina.

Iba de camino hacia la estación cuando a lo lejos vio el coche de Alberto. ¡Dios, como le latía el corazón cada vez que lo veía! Enseguida se percató de que iba disminuyendo la velocidad, hasta que finalmente frenó a la altura de Gloria.
- Sube, te acompaño a la estación. A ver cuando te sacas el carnet de conducir –le dijo Alberto sonriendo mientras le abría la puerta.
- En eso estaba pensando. Mañana mismo me apunto –respondió con sentido del humor al mismo tiempo que subía al coche. Gracias, me viene muy bien que me acompañes.

Con las prisas y los nervios, al intentar ponerse el cinturón de seguridad, se le cayó el bolso al suelo. Alberto reaccionó rápidamente e intentó cogerlo antes que ella. Sus manos se rozaron durante milésimas de segundo. Se encontraron sus miradas y notó cómo se encendieron sus mejillas.

Mientras la acompañaba a la estación, Gloria iba reflexionando, sentía vergüenza de sus pensamientos, de sus deseos. “El príncipe y la fregona” ese era el título de un cuento que le leía a su hija pequeña, y ese era el enunciado que tenían sus sueños.

Llegaron a la estación. Alberto paró el coche y la miró.
- No tengo nada más importante que hacer que acompañarte a casa.

Gloria todavía estaba en la mitad de sus reflexiones cuando le oyó. No se lo podía creer. Esta vez no le ha dicho que tiene trabajo en el estudio.
- Gracias, pero no es necesario –le soltó sin pensarlo dos veces, dejando ver un orgullo que nunca había perdido.

Entonces le miró a los ojos fijamente y se estremeció. Sintió como su piel se erizaba, cómo desaparecía su dolor de estómago, como se le olvidaban su nombre y apellidos. Percibió el resplandor del brillo perdido en sus ojos. Antes de que ella bajase del coche, Alberto la sujetó del brazo.
- Rectifico lo dicho. No es que no tenga nada más importante que hacer, es que tengo ganas de acompañarte. Es más, deseo acompañarte. Puedes compensarme con un plato de pasta con tomate, no me importa compartir mesa con tus hijos…

Gloria lo pensó unos instantes. Cerró la puerta y le miró.
- Vamos –le dijo sonriendo.

Van camino de Barcelona. Gloria abre la ventanilla del coche y se deja acariciar por el viento. Alberto acelera, mientras los pensamientos de Gloria sobrepasan el límite de velocidad, dejando oír su propia voz.
- Al diablo con todo. Hoy quiero ser feliz.

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