martes, 10 de febrero de 2009

La huida


La huida


Esta mañana me he despertado con las manos húmedas, calientes, manchadas de sangre. Mi cuerpo estaba desnudo. El recorrido de mis venas iba acompañado de arañazos finos, uno de ellos perfilaba la imagen de un ave. Un estremecimiento recorrió todo mi ser. Me di cuenta que estaba temblando, que no era capaz de mover un solo músculo de mi cuerpo.

Durante unos instantes he intentado recordar que hice por la noche, a quien había visto, con quien había hablado. No lo he conseguido. No recordaba un solo momento del día anterior. Mi memoria estaba bloqueada.

Tenía la boca seca. Corrí a la cocina para servirme un vaso de agua pero en el camino tropecé con algunos cristales rotos. Iba descalza, me hice un corte profundo en uno de mis pies. Seguidamente, sentí la premura de taparme. Fui cojeando hasta mi habitación, el pie sangraba considerablemente. Cubrí mi cuerpo desnudo con una bata. Volvió a mi garganta la necesidad de beber para calmar mi sed.

Me senté durante unos minutos en el borde de mi cama con los codos apoyados sobre mis rodillas y sujetándome la cara con ambas manos. Fui recorriendo cada centímetro de la habitación con mi aturdida mirada y descubrí objetos nuevos, que no recordaba. Asumí que posiblemente había pasado más tiempo del que podía imaginar en aquel estado.

Qué largos momentos de desesperación, de angustia, de pánico. Empecé a pensar que podía ser víctima de algún turbio asunto que yo, en aquel instante, no podía recordar. El pie continuaba sangrando. Sentí una necesidad irrefrenable de escapar de allí.

Me dirigí veloz y ágil hacia la puerta de salida, pero no la pude abrir. Mis manos estaban comprimidas. Mis dedos habían quedado fusionados. Instintivamente corrí hacia el salón y tampoco pude abrir la ventana. Busqué agobiadamente una salida.

Mis pasos se dirigieron a la buhardilla. Pero no, no estaba caminando, estaba saltando. Saltos pequeños y rápidos. Continué mi recorrido en un estado entre perpleja y ansiosa hacia la escalera. Mi imagen quedó reflejada en el espejo. No era yo. Mi cabeza había sido reducida a la mitad, tenia medio cráneo amputado, lleno de sangre. Sangre caliente, como la de mis manos. Mi cabello se había transformado en plumas. No exactamente, se estaba convirtiendo en plumas. Mi cuerpo estaba sufriendo una metamorfosis lenta, sin dolor.

Continué saltando hacia la buhardilla. La ventana del techo estaba medio abierta. De pronto, empecé a saltar encima de la mesa, todos los papeles, libros, objetos, iban cayendo a tenor de mis saltos. Me apresuré hacia la pared y mi cuerpo, ya diminuto, se aposentó encima de mi cuadro de los girasoles. Desde allí levanté el vuelo y logré huir por la ventana.

La casa quedó vacía. Unas pocas plumas volaban en el interior de la habitación.
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1 comentario:

blog familia gomez de rivera dijo...

jajaja subrealista, como un cuadro de Dalí, lleno de plasticidad y absurdo pero que te atrapa hasta el final. Has de perfilarlo un poco más: la sangre del inicio, porqué? por lo demás de ha encantado esa metamorfosis. Vas mejorando mucho y cada vez utilizas un lenguaje más preciso y rico. Felicidades!