lunes, 2 de febrero de 2009

Hotel London Bridge

Hotel London Bridge


El hall del hotel estaba muy concurrido esa mañana. Los recepcionistas no daban abasto. Ernesto entró frotándose las manos. La temperatura exterior había disminuido considerablemente desde que llegaron a la ciudad. Se sentó en uno de los sillones de piel beige que se encontraban delante de los ascensores. Cada mañana salía a dar un paseo antes del desayuno y mientras tanto su mujer, Azucena, se arreglaba para bajar.

Hacía tres días que habían llegado a Londres para asistir a un congreso de oncología que se celebraba anualmente. Estaban alojados en el Hotel London Bridge, muy cerca del metro. Las paredes estaban forradas de un tejido similar al terciopelo, adornado de pigmentos dorados, de color burdeos. Tenía distintos tipos de iluminación, en los salones había lámparas de porcelana que se apoyaban en unas mesitas de nogal, con una luz tenue ligeramente azulada, que daba una sensación de relax y descanso para la vista, mientras que la iluminación de la zona de recepción era de una intensidad más fuerte ofrecida por múltiples halógenos. En las paredes colgaban diferentes cuadros de estilo impresionista, todos ellos destacados y puestos en relieve con diferentes sombras, iluminados puntualmente.

Todos los congresistas estaban alojados entre la segunda y tercera planta. En esta ocasión podían presumir de tener a la flor y nata de los mejores oncólogos del mundo, el equipo del doctor Palacios de Buenos Aires, una eminencia en ese campo, creador de una vacuna que podría paralizar el aumento de las células cancerígenas y frenar la temida metástasis. En este certamen iba dar a conocer la fórmula a todo el mundo de la medicina.

Ese era el último día del congreso pero Ernesto y Azucena habían pedido un par de días de vacaciones en sus respectivos centros para alargar un poco la estancia y poder conocer la ciudad a fondo.

Mientras tanto, Azucena ya se había maquillado, tenía puesto un traje de chaqueta de color salmón que hacía más de dos años que no había logrado meterse después de engordar al menos cuatro quilos durante el verano anterior. Llamaron a la puerta.

- Ernesto ¡solo me falta meterme las botas! –exclamó al mismo tiempo que abría la puerta. Oh disculpe, pensaba que era mi marido, ¿Qué desea?

El hombre, de aproximadamente cincuenta años, cabello rubio, ojos claros y muy alto se abalanzó sobre ella tapándole la boca con un pañuelo impregnado de cloroformo y esperó el tiempo justo para verla desfallecer. La colocó encima de su cama y seguidamente hizo una llamada.

- La tenemos. Todo como previsto. Que venga inmediatamente Alejandro para continuar con lo planeado, deprisa. El marido está esperándola abajo. Es el turno de Elisabeth.

Seguidamente llamaron a la puerta. El individuo abrió a otro hombre, de fisonomía latina, de unos grandes ojos negros y cabello rizado, moreno, de unos treinta y pocos años. Entre los dos vigilaron el pasillo de salida hacia los ascensores y desaparecieron por la escalera de emergencia con el cuerpo pesado y todavía desvanecido de Azucena.

Cuando Ernesto vio que pasaban treinta minutos de la hora acordada para el desayuno, decidió subir a la habitación para dar un toque de atención a su esposa. Llamó dos veces y al ver que no contestaba pensó que se habían cruzado en los ascensores. Bajó al hall y se fue directamente a la cafetería con la certeza de encontrar a Azucena allí.

El hotel tenía dos plantas subterráneas que en ese periodo estaban siendo reformadas para la creación de una lavandería propia y un gimnasio para la clientela. Dado que era fin de semana se encontraban cerradas a toda persona ajena a la obra. El tipo alto y rubio tenía la llave de acceso y por lo visto lo consideraba un lugar seguro para esconder a su rehén durante las siguientes cuarenta y ocho horas.

Ernesto se estaba dirigiendo hacia la cafetería cuando una joven se le acercó y sujetándole por el brazo le susurró al oído unas palabras que hicieron frenar su marcha.

- Es inútil que la busque. En estos momentos está en nuestro poder. No le pasará nada. Es muy sencillo, solo queremos la fórmula de su vacuna.

Ernesto la miró atónito, desconfiado, y antes de que pudiera replicar, la mujer le enseñó una cámara donde podía ver a su esposa con los ojos vendados.

- Oiga, no sé de lo que me está hablando. ¿ha dicho usted fórmula? –le contestó irritado. Seguro que me han confundido con otra persona. Yo soy el doctor Ernesto Vila –continuó aumentando el tono de su voz. ¿Qué le han hecho a mi mujer? ¡malnacidos!

Justo detrás de ellos aparecieron, con la velocidad y agilidad de una serpiente, dos hombres vestidos con traje oscuro que en cuestión de segundos inmovilizaron a la joven y enseñaron sus placas de la Scotland Yard. Con un acento británico indiscutible se presentaron a Ernesto.

- Soy el sargento Dalton de Criminal Investigation. No se preocupe. Tenemos todo controlado. Hace meses que les seguimos la pista. Esta es Elisabeth Reina, la cabecilla de un grupo que se dedica a extorsionar a empresarios y últimamente apuntaban todavía más alto. Esta ha sido la prueba que necesitábamos para proceder al arresto.

- Pero sargento… tienen a mi mujer –dijo Ernesto desesperado.

- Uno de los nuestros estaba infiltrado en el grupo. En estos momentos ya tiene la situación bajo control.

Ernesto estaba todavía bajo shock cuando vio aparecer a Azucena. Se unieron con un fuerte abrazo, emocionados. Todavía no se lo podían creer. El sargento Dalton se dirigió a la pareja para darles una explicación de lo que probablemente había sucedido.

- Por lo visto la recepcionista se equivocó al asignarle su habitación. Era la que tenía reservada el doctor Palacios. Está claro que ellos perseguían la fórmula. Si no les importa tendrán que acompañarme a jefatura a testificar, después podrán continuar con su programa de viaje.

Definitivamente ese día Ernesto y Azucena se quedaron sin desayuno.


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