lunes, 23 de febrero de 2009

Voy


Voy a subir muy alto, voy a tocar el cielo. Desde allí, alejarme del mundo, usando las nubes como único vehículo. Dormiré en las cimas de las más altas montañas, caminaré junto a los halcones peregrinos, calmaré mi sed con gotas de lluvia, me alimentaré de sueños, me abrigaré con los rayos del sol, me guiaré por las estrellas.
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martes, 17 de febrero de 2009

El dilema


El dilema

La consulta del médico estaba a tope. Amalia había solicitado hora dos días antes. Estaba un poco nerviosa. Desde que llamó no hacía otra cosa que pensar como se lo diría. Se había propuesto no perder los nervios, tener la sangre fría y sobre todo no llorar.

Delante de ella había varias personas, por lo visto el doctor iba con retraso, como siempre. Le fastidiaba ir con el tiempo justo. Siempre había considerado que ir al médico era una necesidad, no un pasatiempo. Se planteó si lo suyo era una necesidad. Es curioso, se plantea algo parecido después de tener las cosas tan claras, de saber que lo suyo no solo era necesario sino que era urgente y, si lo profundizaba, una enfermedad.

Amalia tenía problemas a la hora de tomar decisiones. Habían momentos en que sus conflictos tenían soluciones, y otros, concluía que no tenia conflictos. Su principal dilema era si estaba o no enferma.

Mientras le continuaba dando vueltas a todo, le llegó el turno de su visita. Entró tímidamente, le ofreció la mano al médico y tomó asiento.

- Vamos a ver -le dijo con una sonrisa el doctor Valero. ¿Qué le trae por aquí?

- Doctor, mi marido me pega –le soltó de sopetón.

El doctor borró la sonrisa de su rostro. No dijo nada. Esperaba que ella continuase hablando. Permanecieron unos instantes en silencio. Seguidamente Amalia rompió a llorar.

Eso que se lo había propuesto. Le daba rabia llorar, cosa habitual en ella, aunque todo hay que decirlo, últimamente no lloraba tanto. Ella quería convencerse que no le quedaban lágrimas, pero sabía que no era eso, sabía que estaba perdiendo sensibilidad, que se estaba endureciendo, que aceptaba su sufrimiento como un desgaste más de su cuerpo, como algo natural de la vida.

El doctor Valero la miró con una expresión entre tierna y compasiva. Qué horror, había logrado que la compadeciese. Ahora ya no hablará como médico –pensó Amalia. Seguro que ahora me habla como persona.

- Mire doctor, lo que más me preocupa es que no asumo que necesito ayuda. Bueno en este momento sí, por eso estoy aquí. El hecho es que al poco rato de ser agredida le doy vueltas a mi cabeza y pienso que he sido yo que le he provocado, que me lo he buscado. Finalmente concluyo que me lo he merecido. Entonces lo único que me falta por considerar, y de hecho lo creo, es que me quiere mucho, por eso no me deja, y yo le estoy agradecida por ello. ¿Entiende lo que le quiero decir?

Le comprendía perfectamente. Era una mujer maltratada, eso estaba claro. Además había que poner remedio a un problema de baja autoestima, posiblemente con una añadido de varios síntomas depresivos, trastorno de personalidad y ese montón de conflictos internos que creaba estos estados tan críticos, tan dañinos, tan graves para el ser humano.

- Tiene que denunciarle –le dijo con un tono que no era discutible. Tendrá que tomar usted algunas decisiones importantes. No puede convivir con un ser que no la respeta ni la quiere. Además, le voy a recetar una medicación para seguir un tratamiento…

- No voy a denunciarle –le interrumpió Amalia. Al menos por el momento. Ahora lo que necesito es que usted me ayude a controlar mi mal genio, a tranquilizarme, para no provocar situaciones que terminan en una agresión. Doctor, tengo que darle una nueva oportunidad, seguro que cambia.

- ¿Pero, que está diciendo?, ¿Usted se está escuchando? –le replicó el doctor. Usted necesita ayuda y para eso ha venido. Yo no puedo ayudarla si usted no acepta que es una mujer maltratada, que tiene que alejarse de ese individuo que le hace daño. Y no se engañe, no cambiará.

Amalia se incorporó inmediatamente. Se disculpó con el doctor, de la misma manera que últimamente se disculpaba con el mundo entero por haber nacido.

- Lo siento, volveré en otro momento, cuando tenga las ideas más claras. Gracias por escucharme –le dijo al mismo tiempo que cogía su bolso y se dirigía a la puerta.

Salió del consultorio en un estado peor del que había entrado. No había servido de nada. Volvían los dilemas a su cabeza.

No habían transcurrido ni tres meses desde la visita al doctor Valero. Una ambulancia transportaba su cuerpo inerte después de una brutal agresión por parte de su marido. Ella le dio otra oportunidad, pero él nunca cambió.

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sábado, 14 de febrero de 2009

Un pedacito de cielo

Un pedacito de cielo

Fernando ha recogido su manta, la ha doblado y seguidamente la ha introducido en su carrito de supermercado situado al otro lado del banco. Por almohada utiliza una bolsa grande de El Corte Inglés llena de ropa que le donó una mujer. La usa como cojín porque no se fía de la gente. Hay mucho ladrón suelto, dice. Él tiene experiencia en esto. No hace mucho invitó a un individuo que conoció en la estación de Francia, a compartir su lecho y a comer unas hamburguesas de Mc Donald’s que pagó con un Ticket Restaurant que le regaló un colega suyo. Al día siguiente le había desaparecido todo su carro con sus pertenencias dentro. Fue un duro golpe.

Le gusta la Diagonal. En apariencia es un lugar muy caótico, lleno de ruido y de coches, pero él tiene su propio espacio. Un espacio que ha hecho suyo. Por las noches mucha gente pasea con sus perros, los sueltan para que puedan correr por el césped. Son personas agradables, alguna de ellas le mira y le sonríe, alguna que otra le da las buenas noches. Los vecinos de la zona ya le conocen y en muchas ocasiones le facilitan ropa y comida caliente para él y para Muslo, su perro. Lo único que le fastidia son algunos ciclistas que circulan fuera de su carril a gran velocidad, que le dan grandes sustos. Hay momentos que Muslo se enfada con ellos y se pone a ladrar.

Fernando eligió el banco que se encuentra justo debajo de una gran palmera. En verano, es una gozada. Todo el banco para él, con la sombra más grande de la avenida. A tan solo unos metros tiene una fuente, donde todas las mañanas cuando se despierta va a lavarse la cara y los dientes. Hace dos semanas que conoció a Nika, una rusa muy guapa que andaba buscando un traductor para leer una carta de su hija. Da la casualidad que él conoce esta lengua desde que estuvo en Moscú durante cinco años. Allí colaboró como arquitecto en la creación de un proyecto muy importante para la ciudad.

Pues eso, que ahora desde que conoció a Nika, se lava los dientes cada día para tener un buen aliento al acercarse a ella. Es una mujer preciosa. Él cree que es la más guapa de la tierra. Es simpática y muy dulce. Ella vive en una habitación que le ofrece una familia muy generosa, a la que no tiene que pagar nada, porque nada tiene.

Un día de estos hablará con Nika. Le quiere proponer que se venga con él a su banco, que deje la habitación. Ahora se acerca la primavera y se está mejor fuera al aire libre que dentro, rodeada de paredes. Él odia las paredes. Hace mucho que vive en la calle. Desde entonces se siente feliz y libre. Hay muchos momentos del día que se tumba en su banco y con los ojos bien abiertos contempla ese pedacito de cielo azul manchado únicamente por algunas nubes blancas que son barridas por las ramas verdes y largas de su palmera.

Los inviernos son más duros. Hay ocasiones que pasa la noche en algún cajero y en otras, sobre todo las noches mas frías, la guardia urbana lo recoge y lo traslada hasta un albergue municipal. Él no le pide más a la vida. Esto es su vida, la anterior a estar en la calle la ha borrado por completo de su memoria. No habla con nadie de ello. No existe.

Muslo es lo más importante para él. Le puso ese nombre cuando lo recogió en la calle, ahora hace cuatro años. Decía que sus patas parecían muslitos de pollo y de ahí su apodo. Es un perro muy bien educado, de eso se ha encargado Fernando.

Está anocheciendo. Hoy tiene que levantarse y dar una vuelta por el barrio. Ha llegado la furgoneta del ayuntamiento para regar la calle. Coge su carro y empieza su corto paseo. Muslo le sigue fiel, moviendo la cola y regalándole infinidad de lametazos.

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martes, 10 de febrero de 2009

La huida


La huida


Esta mañana me he despertado con las manos húmedas, calientes, manchadas de sangre. Mi cuerpo estaba desnudo. El recorrido de mis venas iba acompañado de arañazos finos, uno de ellos perfilaba la imagen de un ave. Un estremecimiento recorrió todo mi ser. Me di cuenta que estaba temblando, que no era capaz de mover un solo músculo de mi cuerpo.

Durante unos instantes he intentado recordar que hice por la noche, a quien había visto, con quien había hablado. No lo he conseguido. No recordaba un solo momento del día anterior. Mi memoria estaba bloqueada.

Tenía la boca seca. Corrí a la cocina para servirme un vaso de agua pero en el camino tropecé con algunos cristales rotos. Iba descalza, me hice un corte profundo en uno de mis pies. Seguidamente, sentí la premura de taparme. Fui cojeando hasta mi habitación, el pie sangraba considerablemente. Cubrí mi cuerpo desnudo con una bata. Volvió a mi garganta la necesidad de beber para calmar mi sed.

Me senté durante unos minutos en el borde de mi cama con los codos apoyados sobre mis rodillas y sujetándome la cara con ambas manos. Fui recorriendo cada centímetro de la habitación con mi aturdida mirada y descubrí objetos nuevos, que no recordaba. Asumí que posiblemente había pasado más tiempo del que podía imaginar en aquel estado.

Qué largos momentos de desesperación, de angustia, de pánico. Empecé a pensar que podía ser víctima de algún turbio asunto que yo, en aquel instante, no podía recordar. El pie continuaba sangrando. Sentí una necesidad irrefrenable de escapar de allí.

Me dirigí veloz y ágil hacia la puerta de salida, pero no la pude abrir. Mis manos estaban comprimidas. Mis dedos habían quedado fusionados. Instintivamente corrí hacia el salón y tampoco pude abrir la ventana. Busqué agobiadamente una salida.

Mis pasos se dirigieron a la buhardilla. Pero no, no estaba caminando, estaba saltando. Saltos pequeños y rápidos. Continué mi recorrido en un estado entre perpleja y ansiosa hacia la escalera. Mi imagen quedó reflejada en el espejo. No era yo. Mi cabeza había sido reducida a la mitad, tenia medio cráneo amputado, lleno de sangre. Sangre caliente, como la de mis manos. Mi cabello se había transformado en plumas. No exactamente, se estaba convirtiendo en plumas. Mi cuerpo estaba sufriendo una metamorfosis lenta, sin dolor.

Continué saltando hacia la buhardilla. La ventana del techo estaba medio abierta. De pronto, empecé a saltar encima de la mesa, todos los papeles, libros, objetos, iban cayendo a tenor de mis saltos. Me apresuré hacia la pared y mi cuerpo, ya diminuto, se aposentó encima de mi cuadro de los girasoles. Desde allí levanté el vuelo y logré huir por la ventana.

La casa quedó vacía. Unas pocas plumas volaban en el interior de la habitación.
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domingo, 8 de febrero de 2009

Binomio fantástico (pañal-resumen)


Binomio fantástico (pañal-resumen)

Carolina nació un domingo a las once de la noche del mes de junio. Una noche templada, con un cielo sereno repleto de estrellas. Fue un parto fácil, sin complicaciones. Su lenguaje fue un llanto tímido, casi imperceptible. Su diminuto cuerpo desnudo se agitaba con movimientos libres de presión que duraron poco hasta que le colocaron su primer pañal.

Había luna llena. Desde la ventana de la habitación se podían contemplar las olas romperse en “Estrellita de mar”, la barca de pesca de su padre, abandonada en la orilla precipitadamente para la ocasión.

Hasta los seis años su única tarea fue jugar. Se divertía con cualquier cosa, pero principalmente le gustaba utilizar los botes que ya no servían en la cocina de mamá para llenarlos de arena y descargarlos seguidamente en el corral de su abuela donde las gallinas se rebozaban en ella a su antojo.

Los años que siguieron fueron los más felices de su vida. Durante el día acudía a la escuela del pueblo, junto con otros siete niños. Allí aprendió lo que necesitaba para salir adelante en la vida como le decía su padre, escribir y contar.

Por las mañanas, antes de ir a la escuela, salía corriendo hacia la playa, se sentaba en la arena y esperaba. Esperaba lo que hiciera falta, hasta que podía divisar a lo lejos la barca de su padre que junto con su abuelo salían cada noche a faenar. Después les ayudaba a descargar el pescado, a transportarlo en sus respectivas cajas, para más tarde ponerlo a la venta. Esos eran los mejores momentos del día. Adoraba el olor del mar, disfrutaba de la música que componían las olas cuando llegaban a la orilla, sus ojos se perdían en el horizonte y dejaba volar su imaginación.

Una mañana de un frio otoño no regresaron. Dos días más tarde sus cuerpos fueron arrastrados hasta las rocas de una localidad vecina. Fueron largos meses llenos de tristeza y de luto en la familia.

No había comida para todos. Carolina y su madre se trasladaron a la gran ciudad, a casa de su tía Emilia. Fueron años difíciles pero emocionantes. Logró encontrar un buen trabajo en un puesto de pescadería del mercado del barrio. Por las noches acudía a un centro de estudios y después de muchos sacrificios consiguió convertirse en enfermera.

Durante su tiempo libre prestó asistencia a colectivos marginados. Participaba en multitud de actividades y se implicaba en diversos proyectos solidarios. Viajó por varios países del tercer mundo aportando su energía, involucrándose en todos y cada uno de sus objetivos.

Ante tantos momentos de miseria y desesperación que presenció durante un largo recorrido de su vida, su complicidad con todos ellos fue la máxima que se puede esperar de un ser humano. Su salud se iba extinguiendo con los años hasta que una corta enfermedad pudo con su inmunidad.

Los últimos días de su existencia los pasó en la habitación de un hospital comarcal, donde debido a su incontinencia urinaria le cambiaban los pañales tres veces al día. Postrada en su lecho y con una mente lúcida hacía un breve resumen de su vida. Se acordaba de “Estrellita de mar” avanzando con los remos al ritmo de las olas, del rostro feliz de su padre cada vez que la veía esperándole en la playa, de su casa, de su habitación con vistas al mar.
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lunes, 2 de febrero de 2009

Hotel London Bridge

Hotel London Bridge


El hall del hotel estaba muy concurrido esa mañana. Los recepcionistas no daban abasto. Ernesto entró frotándose las manos. La temperatura exterior había disminuido considerablemente desde que llegaron a la ciudad. Se sentó en uno de los sillones de piel beige que se encontraban delante de los ascensores. Cada mañana salía a dar un paseo antes del desayuno y mientras tanto su mujer, Azucena, se arreglaba para bajar.

Hacía tres días que habían llegado a Londres para asistir a un congreso de oncología que se celebraba anualmente. Estaban alojados en el Hotel London Bridge, muy cerca del metro. Las paredes estaban forradas de un tejido similar al terciopelo, adornado de pigmentos dorados, de color burdeos. Tenía distintos tipos de iluminación, en los salones había lámparas de porcelana que se apoyaban en unas mesitas de nogal, con una luz tenue ligeramente azulada, que daba una sensación de relax y descanso para la vista, mientras que la iluminación de la zona de recepción era de una intensidad más fuerte ofrecida por múltiples halógenos. En las paredes colgaban diferentes cuadros de estilo impresionista, todos ellos destacados y puestos en relieve con diferentes sombras, iluminados puntualmente.

Todos los congresistas estaban alojados entre la segunda y tercera planta. En esta ocasión podían presumir de tener a la flor y nata de los mejores oncólogos del mundo, el equipo del doctor Palacios de Buenos Aires, una eminencia en ese campo, creador de una vacuna que podría paralizar el aumento de las células cancerígenas y frenar la temida metástasis. En este certamen iba dar a conocer la fórmula a todo el mundo de la medicina.

Ese era el último día del congreso pero Ernesto y Azucena habían pedido un par de días de vacaciones en sus respectivos centros para alargar un poco la estancia y poder conocer la ciudad a fondo.

Mientras tanto, Azucena ya se había maquillado, tenía puesto un traje de chaqueta de color salmón que hacía más de dos años que no había logrado meterse después de engordar al menos cuatro quilos durante el verano anterior. Llamaron a la puerta.

- Ernesto ¡solo me falta meterme las botas! –exclamó al mismo tiempo que abría la puerta. Oh disculpe, pensaba que era mi marido, ¿Qué desea?

El hombre, de aproximadamente cincuenta años, cabello rubio, ojos claros y muy alto se abalanzó sobre ella tapándole la boca con un pañuelo impregnado de cloroformo y esperó el tiempo justo para verla desfallecer. La colocó encima de su cama y seguidamente hizo una llamada.

- La tenemos. Todo como previsto. Que venga inmediatamente Alejandro para continuar con lo planeado, deprisa. El marido está esperándola abajo. Es el turno de Elisabeth.

Seguidamente llamaron a la puerta. El individuo abrió a otro hombre, de fisonomía latina, de unos grandes ojos negros y cabello rizado, moreno, de unos treinta y pocos años. Entre los dos vigilaron el pasillo de salida hacia los ascensores y desaparecieron por la escalera de emergencia con el cuerpo pesado y todavía desvanecido de Azucena.

Cuando Ernesto vio que pasaban treinta minutos de la hora acordada para el desayuno, decidió subir a la habitación para dar un toque de atención a su esposa. Llamó dos veces y al ver que no contestaba pensó que se habían cruzado en los ascensores. Bajó al hall y se fue directamente a la cafetería con la certeza de encontrar a Azucena allí.

El hotel tenía dos plantas subterráneas que en ese periodo estaban siendo reformadas para la creación de una lavandería propia y un gimnasio para la clientela. Dado que era fin de semana se encontraban cerradas a toda persona ajena a la obra. El tipo alto y rubio tenía la llave de acceso y por lo visto lo consideraba un lugar seguro para esconder a su rehén durante las siguientes cuarenta y ocho horas.

Ernesto se estaba dirigiendo hacia la cafetería cuando una joven se le acercó y sujetándole por el brazo le susurró al oído unas palabras que hicieron frenar su marcha.

- Es inútil que la busque. En estos momentos está en nuestro poder. No le pasará nada. Es muy sencillo, solo queremos la fórmula de su vacuna.

Ernesto la miró atónito, desconfiado, y antes de que pudiera replicar, la mujer le enseñó una cámara donde podía ver a su esposa con los ojos vendados.

- Oiga, no sé de lo que me está hablando. ¿ha dicho usted fórmula? –le contestó irritado. Seguro que me han confundido con otra persona. Yo soy el doctor Ernesto Vila –continuó aumentando el tono de su voz. ¿Qué le han hecho a mi mujer? ¡malnacidos!

Justo detrás de ellos aparecieron, con la velocidad y agilidad de una serpiente, dos hombres vestidos con traje oscuro que en cuestión de segundos inmovilizaron a la joven y enseñaron sus placas de la Scotland Yard. Con un acento británico indiscutible se presentaron a Ernesto.

- Soy el sargento Dalton de Criminal Investigation. No se preocupe. Tenemos todo controlado. Hace meses que les seguimos la pista. Esta es Elisabeth Reina, la cabecilla de un grupo que se dedica a extorsionar a empresarios y últimamente apuntaban todavía más alto. Esta ha sido la prueba que necesitábamos para proceder al arresto.

- Pero sargento… tienen a mi mujer –dijo Ernesto desesperado.

- Uno de los nuestros estaba infiltrado en el grupo. En estos momentos ya tiene la situación bajo control.

Ernesto estaba todavía bajo shock cuando vio aparecer a Azucena. Se unieron con un fuerte abrazo, emocionados. Todavía no se lo podían creer. El sargento Dalton se dirigió a la pareja para darles una explicación de lo que probablemente había sucedido.

- Por lo visto la recepcionista se equivocó al asignarle su habitación. Era la que tenía reservada el doctor Palacios. Está claro que ellos perseguían la fórmula. Si no les importa tendrán que acompañarme a jefatura a testificar, después podrán continuar con su programa de viaje.

Definitivamente ese día Ernesto y Azucena se quedaron sin desayuno.


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