domingo, 11 de enero de 2009

Las siete y veinticinco


Las siete y veinticinco

Eran las siete y veinticinco minutos. Hacía más de dos horas que estaba despierta y decidí comprobar con reloj en mano a la hora exacta que salía el sol. A las siete y veinticinco. Por supuesto era el mes de Diciembre.

Mis ojos se fugaron con el color del cielo, inundados de un tibio rayo de sol. Contemplando tanta belleza me sorprendí escuchando un suspiro mío, tímido, rompiendo el silencio más profundo.

Los tejados de las casas vecinas estaban mojados por la humedad del ambiente. No había llovido, pero lo parecía. Cada siete segundos me alcanzaba la luz del faro, destellaba iluminando su corto camino hacia mi balcón.

Antes de salir al exterior me había colocado en forma de capa una manta vieja que había encontrado por el armario de la abuela. La estrechaba contra mí, abrazándome, dándome el calor suficiente que yo necesitaba en ese momento. Mis pies estaban descalzos sintiendo el frio contacto del mármol, que contrastaba con la alta temperatura del resto de mi cuerpo.

Poco a poco mis ojos recorrieron todo el valle, reposando en cada casa y en cada árbol, trasladándome hasta ellos, meciéndome en sus ramas y dejándome acariciar por las gotas que resbalaban de sus hojas, sintiendo paz y quietud. Durante los siguientes quince minutos logré ser feliz, una vez más, y disfrutar de lo mucho que tenía delante de mí.

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