jueves, 4 de diciembre de 2008

Jacobo, el león estresado


Jacobo, el león estresado

Estaba desesperado. No aguantaba más. La tenia ahí enfrente, a tan solo unos metros y no podía expresarle su amor. Ella era la más bella de toda la comunidad felina, sus ojos estaban sacados del mismísimo cielo y cuando se cruzaban sus miradas, se erizaban sus pestañas y entonces…entonces se desvanecía de emoción. Podía soportar mucha tensión, podía tolerar días sin alimento alguno, podía resistir noches enteras sin dormir, pero cuando se erizaban las pestañas de Maruja, notaba como su sangre aumentaba de volumen, sentía como sus venas explotaban y su presión arterial subía de nivel.

Jacobo era el más apuesto y seductor de todos los leones que se encontraban en el zoo. Todas las hembras del recinto suspiraban por él, de hecho, se rumoreaba que una vez a la semana se organizaban timbas donde las apuestas se desbordaban para ver la afortunada que disfrutaría de su melena. Acudían féminas de todas las diferentes manadas. No había día que no terminara en trifulca. Era habitual que las fuerzas de seguridad del zoo acudieran a la llamada de socorro de alguna hembra, víctima de algún zarpazo o mordisco letal.

Era la tercera vez que se desmayaba en un mes y los veterinarios estaban muy preocupados por su salud, pero sobre todo por su hermosa melena. Últimamente estaba perdiendo su pelaje. El servicio de psiquiatría del zoo le había diagnosticado una depresión profunda causada por estrés y agotamiento y le había recetado diversos antidepresivos, ansiolíticos y… mucho reposo.
Decidieron mantenerlo alejado durante un tiempo de toda hembra, pues estaban seguros que su fatiga se debía a un exceso de manifestaciones sexuales.

Jacobo estaba enamorado, tan enamorado que no se conocía a sí mismo. Desde que la vio por primera vez, cuando apareció con Alfredo, su compañero de aventuras en la selva africana, supo que le haría perder la cabeza. Pero no, no estaba perdiendo la cabeza. Estaba perdiendo toda su hermosa melena.

No podía traicionar a su mejor amigo, Alfredo. Mucho antes de caer en cautividad, éste siempre le prevenía que algún día se encontraría con serios problemas a causa de su afición por las hembras de los demás animales de la zona. Aun tenía en su memoria aquella ocasión que le salvó la vida. Estaba Jacobo seduciendo a la pareja de un compañero de juerga, cuando este último se dio cuenta y lo atacó sin previo aviso, cuando estaba más ajetreado en su función de seductor. Afortunadamente, Alfredo se encontraba muy cerca cuando oyó los gemidos de Jacobo y acudió en su ayuda. Los dos juntos se enfrentaron a su víctima en una lucha sangrienta al que vencieron con gran dificultad. Bajo ningún concepto le tiraría los tejos a Maruja, era una cuestión de principios y una demostración de amistad.

Los desvanecimientos fueron cada vez más frecuentes. De lo que era su hermosa cabellera ya solo quedaban cuatro pelos que intentaba disimular con un poco de gomina. De nada sirvieron tantos fármacos. Todo el repertorio de efectos secundarios lo invadió. Se pasaba el día con nauseas, vómitos, somnolencia… Acudió a diversas sesiones de terapia psicológica para superar su conflicto, pero era inútil, no podía sacar de su cabeza la visión de las pestañas de Maruja. Entró en una crisis enorme, no sabía qué hacer para evitar tantos desmayos. Su salud corría un serio peligro, por lo que sus terapeutas sugirieron a la administración del centro de suministrar a Maruja unas gafas de sol.

Definitivamente el pobre Jacobo se había quedado calvo. Su belleza y poder de seducción se habían esfumado. Cuando esto sucedió, todos los machos de la zona organizaron una gran fiesta para celebrarlo. Se pincharon barriles y barriles de cerveza y bailaron hasta altas horas de la madrugada. Finalmente sus hembras no suspirarían más por él.


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