martes, 2 de diciembre de 2008

Pensión Manolita


Pensión Manolita


La Pensión Manolita tenía cinco habitaciones, todas ellas interiores. El color blanco de sus paredes había quedado salpicado por la humedad del lugar y la suciedad de su entorno. Patricia y sus padres vivían en una de ellas. Su habitación no tenía ninguna ventana, ningún balcón. Dos maletas roídas y viejas estaban apiladas en un rincón, dentro de ellas el ajuar y todas sus pertinencias. Había el espacio suficiente para una cama de noventa, donde dormían Julián y María, y un supletorio pequeño enganchado a la pared por unos gruesos tornillos para aguantar el peso de una niña de cuatro años.

Hacía dos años que habían llegado a la ciudad, escapando del hambre y la miseria, con un montón de proyectos y mucha ilusión. Ésta era la primera vez que tenían una habitación para ellos solos, incluso les permitían tener un pequeño fogón de butano para poder hacerse la comida. Eso sí, para lavar los platos tenían que hacerlo por riguroso orden de llegada en la fregadera vieja que había al final del pasillo y que compartían con los demás inquilinos.

Luis tenía dos años más que Patricia. Era un niño raro y muy inquieto. Ella pensaba que se comportaba de esa manera porque sus padres se pasaban el día pegándole. Aquella escalera mugrienta y triste era testigo de la eternidad que suponía el recorrido desde el portal hasta el segundo piso cada vez que volvían juntos de jugar en la calle. Mientras Patricia le precedía por las escaleras, no había día que Luis no le levantara la falda, a lo que ella siempre respondía gimoteando con una amenaza de contárselo a su padre, como única arma de defensa. Aun recuerda el denso olor a orines de aquel portal oscuro y esa sensación de estremecimiento en cada escalón.

Rosario era una chica que siempre llevaba unos vestidos muy ajustados y cortitos. Ella vivía en la habitación enfrente a la suya. Dormía por las mañanas porque por la noche trabajaba de camarera en el club de alterne de la esquina. En su día de descanso muchas veces la ponía en sus rodillas y mientras le peinaba y le hacía las trenzas le musitaba alguna canción de amor de aquellas que sonaban en el bar. Tenía un bebe de piel morena y los ojos muy grandes al que cuidaba Catalina, la más vieja de la pensión. Ella ya no trabajaba, hacía tiempo que ningún hombre quería pagar por sus servicios.

Hubo una mañana que la policía se presentó en la pensión con malos modales, empujando a todo el mundo y preguntando por Nicolás, el padre de Luis. Más tarde se lo llevaron esposado y le dijeron que esta vez no saldría tan pronto de la cárcel. Nicolás era aficionado a las pertenencias ajenas y en esta ocasión había arrancado el bolso a una mujer y había salido corriendo. Por lo visto ésta quedó malherida debido al golpe que sufrió al caer. Nicolás era una mala persona y su mujer, Maruja, una infeliz. Una parte del día se lo pasaba con una copa de anís en la mano, y la otra durmiendo la mona.

Patricia no recuerda exactamente cuánto tiempo permaneció en la pensión, ni donde se instalaron justo después de allí. Durante los siguientes dos años de su corta vida solo le vienen a la memoria unas cuantas imágenes sin ordenar, solo sensaciones y temores.


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