lunes, 25 de enero de 2010

Testigo silencioso




Faltaban pocos minutos para las once de la noche. Escuchó el motor del jeep y poco después sus risas y susurros. Miró a través de la ventana del salón principal. Una esplendida luna llena le permitió distinguir sus siluetas y reconocer sus rostros antes de llegar al porche de la casa. Entraron regalándose besos y caricias. Apoyaron la bolsa de la compra sobre la mesa de madera y sin cerrar ni siquiera la puerta comenzaron un apasionado ritual de suspiros.

Logró alcanzar el trastero y se escondió en él, con la rendija de la puerta entreabierta, ofreciéndole un espectáculo cargado de pasión y deseo. Apenas dos metros le separaban de los cuerpos de su mujer y su hermano. Percibió el perfume preferido de su esposa. Sintió su fragancia mezclada con el sudor de sus cuerpos. Un sabor agrio le subió por la garganta acompañado de náuseas y un ligero mareo. Sus piernas le temblaban y sus puños se cerraron con tal fuerza que las uñas se hundieron en la carne. Sus ojos se clavaron en las piernas de Elvira, que más bellas que nunca, se aferraban al cuerpo de David apretándolo contra su pecho. Su boca, entreabierta, musitaba palabras que no alcanzaba entender y era silenciada por la lengua de su hermano, que recorría con furia todos los rincones de su mujer, inaccesibles para él desde hacía algún tiempo.

Se sorprendió a sí mismo repleto de ira y de cierta excitación que no lograba concebir. Maldijo el momento que se le ocurrió la idea de sorprenderles en medio de su ritual amoroso. Lucas había prácticamente crecido a su hermano David desde que sus padres muriesen en un accidente de tráfico cuando eran apenas unos críos. Sus ojos no podían creer que ese ser de su misma sangre le había arrebatado lo que más quería en el mundo. Aturdido y cada vez más excitado no apartaba la mirada de ese par de animales en celo, cuyos cuerpos yacían desnudos por el suelo de madera, revolcándose, sin otra iluminación que la tenue luz de la luna, devorándose hasta la saciedad, amándose como jamás lo habían hecho.

Trastornado, Lucas salió de su escondite con una sensación de asco y placer. Decidió marcharse sin hacer ruido. La puerta seguía todavía abierta.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Pétalos de rosa II


Es una continuación del relato publicado el 05 de noviembre. No sé si le daré más continuidad, pero aquí va una segunda parte:

Delante de ella y asombrado, mostraba incredulidad ante tanto sollozo. Sacó de su bolsillo un pañuelo blanco bordado con hilo azul y se acomodó en el canto de la enorme cama; suavemente lo pasó por los ojos y las mejillas de Beatrice, humedeciéndolo de lágrimas de desesperación y angustia. Se acercó el pañuelo a su boca y frotó sus labios con él, sintiendo su aroma salado, relamiéndose. Pero un alarido estremecedor le interrumpió en su deleite.
- No me gusta que grites –le reprochó mientras se levantaba de la cama- Sabes que me molesta. Y mucho –esto último lo manifestó en un tono más alto-. Creo que te cortaré la lengua –y con pasos lentos se dirigió hacia la puerta.
- No, no, por favor le ruego –le imploraba Beatrice-. No volveré a gritar, se lo prometo –continuó con un sollozo silencioso- . Se lo juro –concluyó con voz temblorosa.

Arthur ignoró sus súplicas y cruzó el amplio vestíbulo que le separaba de una habitación oscura. Bajó los dieciocho peldaños que le conducían a su cuarto de herramientas. Cogió una caja de madera, la apoyó en la mesa y frenando sus movimientos en seco dirigió su mirada hacia ninguna parte en concreto, volviendo a retomar su movilidad y devolviendo la caja a su lugar.

Regresó a la habitación de Beatrice. Se acercó a ella. Permaneció contemplándola unos instantes y seguidamente se arrodilló frente a ella. Le acarició la mano derecha, sus labios besaron las llagas producidas por las cadenas que la inmovilizaban. En esos momentos Beatrice no gritaba, no lloraba, casi ni respiraba para no enojarle.
- Te pido disculpas – le dijo Arthur entristecido y mirándole a los ojos. Si te portas bien y no gritas no volveré a taparte la boca – y se marchó cerrando la puerta tras él.

En el palacio de Arthur reinaba el silencio absoluto interrumpido únicamente por el alboroto que algunos pájaros mostraban ante el gozo de tantos árboles frutales por los que podían revolotear a sus anchas sin amenaza alguna para sus vidas. A pocos metros de la casa que en otra época hizo construir su abuelo Robert, edificada en exclusiva para los invitados que tenían tres veces al año, se encontraban las cuadras con los caballos. El suyo era un ejemplar árabe único, de una belleza salvaje, con resistencia suficiente para cabalgar durante horas sin mostrar signo alguno de agotamiento. Esas horas que Arthur dedicaba a reflexionar, a buscar una razón para su extraño comportamiento, a encontrar una respuesta a tanta confusión alojada en su cabeza, a luchar contra los fantasmas que ocupaban el espacio de su corazón. En alguna ocasión volvía al anochecer con el semblante desencajado, con un aspecto derrotado y repleto de ira por dentro.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Turbulencias


Acabamos de despegar. Me dejo llevar por esa presión que siento sobre mi cuerpo, disfrutando esos segundos que me hacen recordar el hormigueo en mi estómago cuando bajaba a toda velocidad la montaña rusa del parque de atracciones. Dejo escapar unos instantes mi mirada sobre la ciudad que abandono, para retirarla poco después con un amargo sabor de boca.

El aparato se oculta entre enormes nubarrones y podemos imaginar al piloto debatiéndose contra unas turbulencias inoportunas que pretenden aguarnos el viaje. Antes de que podamos sentir inquietud, escapamos de ellas, dejándonos acariciar por unos rayos de sol cegadores.

He decidido borrar de mi memoria todas aquellas huellas que me impiden resistir al frente de esta batalla que voy a ganar. Voy a barrer la inmundicia que se adhiere a los rincones más inhóspitos de mi alma y restregar uno a uno todos aquellos rastros de amargura que me atrapan en un laberinto del que no puedo escapar.

Acabamos de aterrizar. A lo lejos se divisan multitud de gaviotas revoltosas sobrevolando las olas que en un rítmico baile me invitan a soñar. Contemplo ese horizonte sin muros que derribar ni obstáculos que esquivar y me regocijo en una enorme sonrisa que puedo ver reflejada en el espejo de mi esperanza.

Con los ojos entreabiertos y somnolientos, descubro la azafata del vuelo mostrándonos las normas de seguridad del avión y nos comunican que vamos a despegar dentro de breves instantes.

Acabamos de despegar. El capitán del avión nos da la bienvenida y nos anuncia que se acercan turbulencias, así que nos ruega que permanezcamos sentados con el cinturón de seguridad abrochado.



viernes, 4 de diciembre de 2009

Lotería "bloguera" de Navidad





Desde el Blog de Maat, http://blogdemaat.blogspot.com/ me he traído un pedacito de la lotería que regala la administración Z13 de Zaragoza. El inventor de esta genial idea es Carlos, del blog Alas de Plomo, http://alasdeplomo.com/2009/11/14/regalamos-loteria-de-navidad-2009/ desde donde nos explica los pasos que hay que seguir para ser beneficiario.


Estos son los cinco blogs a los que envío mi invitación:


Blog Bares (El Piojoso), de Joe http://barespiojoso.blogspot.com/

Blog Mar Adentro http://marsolana.blogspot.com/

Blog Literario MariPetera, de Marien http://ladypetera.blogspot.com/

Blog Caja de relatos de soniaradom, http://soniaradom.blogspot.com/

Blog Rosa G.C., http://rosagc8.blogspot.com/



Suerte a todos.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Pétalos de rosas



Arthur se detuvo unos instantes y con mucho sigilo apoyó su oído a la puerta y permaneció en esta posición hasta comprobar que el silencio reinaba en aquella estancia. Abrió la puerta lentamente. Sus ojos se clavaron en aquel bello cuerpo todavía dormido. Se acercó a observarla. Nunca tocaba a Beatrice cuando dormía. Como si de un depredador se tratase comenzó a dar vueltas en torno a la enorme cama en medio de aquella inmensa habitación que años atrás ocupaban sus antecesores por parte de madre. Su mirada se dirigió hacia la puerta que daba al balcón principal. Había quedado entreabierta. Unos tímidos rayos de sol iluminaban el jarrón de porcelana china donde más hermosas que nunca florecían las siete rosas blancas que él había cogido del jardín el día anterior. Se aproximó a ellas, inhaló profundamente su fragancia y, cerrando los ojos, emitió un suspiro de satisfacción. Se anudó el batín de seda que cubría su cuerpo desnudo y salió de la habitación silenciosamente.

Regresó a su alcoba. Doscientos metros cuadrados de absoluto arte, diversos cuadros adquiridos en subastas de Londres, esculturas dignas de un museo, estupendas alfombras persas y bellísimas lámparas de cristal decoraban un espacio suyo, donde pasaba horas enteras escuchando música, tocando el piano o leyendo uno de los cientos de libros de su biblioteca.

Al atardecer, después de más de dos horas de oración arrodillado frente a un pequeño altar instalado justo al lado de un pequeño baúl de nogal, volvió a la habitación de Beatrice. Se había puesto uno de sus trajes de lino blanco y unos mocasines del mismo color. Estaba perfumado para la ocasión. Abrió la puerta y allí estaba ella, tan bella como siempre, con los ojos abiertos. Arthur se le acercó con pasos lentos, saboreando los primeros instantes de lo que iba a ser un momento importante para él. Permaneció de pie con una amplia sonrisa dedicada a la mujer de sus sueños. Después de comprobar que tanto las extremidades inferiores como superiores de Beatrice continuaban correctamente encadenadas, le susurró al oído.
- Amada mía, hoy es un gran día. Después de tanto tiempo relacionándonos en silencio ya va siendo hora que empecemos a conocernos – y de un tirón seco le arrancó el esparadrapo que cubría su boca.

Únicamente la fauna que deambulaba por aquellos alrededores del majestuoso palacio de Arthur escuchó las súplicas y gemidos de Beatrice. Una ráfaga de viento desplomó el jarrón de porcelana china dejando los pétalos de las siete rosas blancas esparcidos por el frío suelo de mármol.

martes, 6 de octubre de 2009

Asfixia



En esta ocasión no dio un portazo. Se detuvo unos instantes en el rellano, respiró hondo y empezó a caminar. Detrás de aquella puerta dejaba lo que fue o había sido su única vida, la que él no había elegido vivir. Todo lo que albergaba bajo esas cuatro paredes le había extenuado, le había asfixiado hasta tal punto que el vivir se había convertido en un esfuerzo diario, en un enfrentamiento consigo mismo, en una búsqueda continua de justificación para levantarse cada mañana.
“Es la decisión justa” –se iba diciendo. “Es lo mejor para todos” –continuaba pensando. Mientras caminaba, su rostro reflejaba una serenidad que nunca había experimentado y al mismo tiempo que sus pasos avanzaban hacia la Estación Central, sus pensamientos volaban a velocidades prohibidas, viajando hacia los placeres de una nueva vida.


domingo, 7 de junio de 2009

Armada para matar


No le dejan otra opción. No hay otra salida, se va a jugar la vida en una partida de póker. Dos gorilas embutidos en un carísimo esmoquin custodian la puerta del salón. Sentado, delante de ella está el hombre que hasta la fecha la protegía de la banda de los Melero, la acompañaba a todos los encuentros con los jefes de zona, su perro fiel, compañero de nómina, cómplice y testigo de ejecuciones y ajustes de cuentas.

Elisenda mira a su adversario penetrándole con una mezcla de acusación y compasión, una mirada helada y ardiente al mismo tiempo. Teodoro le esquiva la mirada, coge su pañuelo de seda y seca unas gotas intrusas de sudor, a lo que Elisenda responde con una cínica sonrisa.
- ¿Tienes calor, Teo? –enciende un cigarrillo y le echa el humo a la cara. Fíjate las vueltas que da la vida, tantos años protegiéndome, velando por mi vida y ahora, en pocos minutos vas a ser mi verdugo.

Teodoro vuelve a secarse la frente, se levanta nervioso y abre la puerta.
- Nino, pregunta al jefe cuando podemos empezar con esta puta partida –le dice a uno de los gorilas y vuelve al interior con expresión angustiada.

Elisenda permanece sentada con su mirada fija en Teodoro observando sus pasos, intuyendo su estado anímico, leyendo sus pensamientos. Aparentemente está tranquila, por nada del mundo permitiría que se escapase de ella una señal de temor. Confía en la palabra de Carmelo, su jefe. Ella le ha fallado y él pone las reglas, ese fue el acuerdo que firmaron con sangre hace tantos años. Si Elisenda logra ganar esta partida, él la dejará ir, con la única condición de no permanecer en su zona de trabajo. Esto implicaría un viaje de largo recorrido, solo de ida.

Nino aparece por la puerta dando la señal de inicio. Su apariencia es la de un guardaespaldas cualquiera, pero no es así. Elisenda le introdujo en su mundo, le enseñó a manejar las armas, a desconfiar de todo ser viviente, a defenderse de la traición, de la apariencia en su pequeño gran mundo de gánsteres y hasta de su propia sombra. Nino está desolado, hace escasas horas compartía mesa en un renombrado restaurante con su consejera y amiga y ahora va a ser testigo de su posible ejecución. Ella también le enseñó que la voluntad del jefe es la que cuenta por encima de todo valor y principio, y eso debía hacer.

La mesa de juego es grande y redonda, sobre ella están las barajas nuevas a estrenar. A ella le dan el privilegio de escoger, alarga su mano y coge una al azar, se la entrega a Teodoro y los dos se observan con miradas recelosas, desconfiadas. Comienza la partida y el silencio reina en toda aquella atmosfera, oyéndose únicamente el movimiento de las cartas sobre la mesa. Elisenda corta la baraja, da su visto bueno. La suerte está echada.

Después de contemplar detenidamente su juego, Teo mira a Elisenda fríamente, sabe que las cámaras de seguridad están grabando hasta sus pensamientos. Si Carmelo detecta cualquier gesto o síntoma de debilidad para ayudar a Elisenda, él personalmente le cortará los testículos y se los introducirá en la boca para que los mastique y trague antes de morir desangrado. Se lo dijo al oído, muy despacio, y sellado con un frio beso en su mejilla.

Teodoro tiene un trío de reyes, pide dos cartas y las deja apoyadas sobre la mesa sin descubrirlas. Elisenda no tiene nada, apenas una pareja de ochos, no puede marcarse un farol, no puede subir la apuesta. Su vida está en esta partida inacabada pero empieza a sentirse agonizar. Su orgullo no le permite ni un gesto de angustia, su cabeza permanece bien alta, con sus músculos faciales tensos y su mirada fija en Teodoro. Ella pide tres cartas y las descubre lentamente mientras las va colocando en la mesa. Ha logrado el trío. Teodoro recoge sus dos cartas y observándolas nota como su pulso se va acelerando hasta golpearle descaradamente. Fool de reyes y ases. El mundo se le cae encima, sus ojos se convierten en una piscina cristalina donde se puede ver la profundidad de sus aguas. Unas cuantas lágrimas se escapan refrescando esa piel ardiente y evaporándose antes de llegar a sus labios.
- Vamos, hombretón. Esta es mi última partida y la he perdido. No es culpa tuya –Elisenda enciende otro cigarrillo, se levanta y se dirige a Teo.

Se encienden los focos de los laterales del salón y se oye un murmullo.
- ¡¡Corten, corten!! He dicho mil veces que no te levantes antes de que abran la puerta, joder –grita el director de la serie “Armada para matar”.
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