lunes, 26 de enero de 2009

Mi refugio


Mi refugio

Cuarenta minutos ha durado la travesía. Hoy no ha habido mala mar. Desembarcamos mi soledad y yo con un montón de conflictos como único equipaje de mano, con el firme propósito de lanzarlos por el acantilado, de hacerlos evaporar antes de que lleguen al mar.

Como siempre, cuando llego al puerto, me emociono. Me impaciento por llegar a casa. Tengo deseos de esconderme, de perderme entre los caminos rurales, de conquistar al viento para que me ayude a caminar. Mientras camino voy acariciando cada piedra y cada flor con la mirada. Me detengo cada pocos pasos para escuchar ese silencio que me seduce, que me envuelve, que me hace escapar una sonrisa de satisfacción.

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domingo, 25 de enero de 2009

jueves, 15 de enero de 2009

Felicidad interrumpida


Felicidad interrumpida

Su jefe le había dado el resto del día libre. Marisa es la enfermera de un renombrado cirujano de la ciudad. Decidió dar una sorpresa a su marido. Todavía le daba tiempo a cambiarse de ropa y calzado, hacer una llamada al restaurante italiano que tanto gustaba a Marcos y llegar a tiempo para invitarle a comer.

Le sobraron quince minutos y se sentó en una mesita, al sol, en la terraza del bar enfrente de la oficina de su marido. Mientras se tomaba un vermut blanco con hielo y unas olivas aliñadas, recordaba esos tantos momentos de felicidad junto a su esposo. Eran tantos que casi no le cabían en su memoria.

Pasaban diez minutos del horario de salida. Marisa pidió la cuenta al camarero. Sus ojos se clavaron en el portal del edificio. Le vio salir. No estaba solo. Era Laura, su compañera de redacción.

Mientras pagaba, le hizo un gesto a Marcos pero éste no la vio. Se disponía a cruzar la calle, cuando en ese momento Laura abrazó a su marido y Marcos le respondió con un apasionado beso. Un beso de no recuerda cuantos segundos, pero fueron muchos.

Se quedó clavada en el asfalto, delante del semáforo en verde sin atreverse a cruzar la calle. Sintió un sofocón, su vista se nubló de tanto mirarlos, sin pestañear, observando todos los siguientes pasos de la pareja, comprobando que no había ningún tipo de error. Era su marido. Era el hombre de su vida, su compañero, su amigo, su amante. Era su sentido de la vida. Era su propia vida.

Finalmente se decidió a cruzar la calle y fue acercándose más a ellos. A medida que se aproximaba su rabia aumentaba, su corazón se aceleraba y sus ojos inundados en cólera perseguían los de su marido. Continuó caminando con el propósito de montar un escándalo, de arrancarle el moño a Laura, de escupirles a la cara, de arrebatarles su momento de felicidad. Su marido estaba tan magnetizado con su acompañante que ni siquiera la vio.

No le dio tiempo. La pareja cogió un taxi y desapareció de su vista. Parada en medio de una multitud conoció la soledad. Su rabia se fue convirtiendo en tristeza y solo pudo llorar. Se fue haciendo paso entre la gente hasta alcanzar la pared de la fachada del edificio. Tuvo que apoyarse para no caer. Sus piernas se debilitaban. Apenas tenía fuerza para permanecer de pie. Perdió la noción del tiempo.

Su corazón le concedió una tregua. Volvió a casa. Cerraba sus ojos y los veía una y otra vez, abrazándose, besándose, cogiendo ese taxi hacia un lugar elegido por los dos. Su querido Marcos había muerto para ella.

Se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Con una completa oscuridad y con todo el silencio de una casa vacía empezó a ver las cosas claras. Por nada del mundo permitiría que se fuera con otra. Al cabo de un par de horas se levantó y se dirigió al mueble bar situado al lado del equipo de música. Se sirvió una copa de coñac. Seguidamente vertió unas gotas de un frasco pequeño en la botella y puso un compact disc de Giuseppe Verdi. Mientras oía una pieza de La Traviata que le encantaba, su mano derecha alzaba el volumen disfrutando de la música. En la otra mano sujetaba la copa, la movía con destreza y saboreaba cada segundo a sorbos. Este ritual lo hacía cada día su querido Marcos cuando llegaba a casa por la noche. Cuando terminó la música, apagó todo y volvió a la cama.

Marcos llegó a la hora de siempre. Encendió todas las luces, pensó que Marisa no había llegado todavía. Se dejó caer en el sillón verde botella que siempre utilizaba Marisa para leer, enfrente al dormitorio. Se sirvió una copa de coñac y cogió el móvil para llamar a Laura.
- Acabo de dejarte y ya te echo de menos –le dijo con una voz mimosa. Sí, sí, te lo prometo. Hoy mismo se lo digo.

Marisa salió de su habitación como un espectro. Se acercó lentamente a su marido. Iba descalza, tenía la cara desencajada, estaba despeinada, tenía el rímel corrido y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Tragó saliva, se arregló el cabello, se colocó sus zapatos abandonados en la alfombra, se ajustó la falda subiéndose la cremallera y con una mirada llena de vacío se dirigió a su marido.
- ¿Qué es lo que me tienes que decir? –le preguntó Marisa clavando sus ojos en los él.
Marcos tenía una expresión difícil de describir. Estaba claro que su mujer había oído la conversación que mantuvo con Laura.
- Marisa, yo...No sé cómo decirte…-empezó a titubear apartando la mirada de su mujer.

Se sorprendió a si misma adoptando un actitud fría, inquisidora. Decidió dejar hablar a su marido. De hecho, ella deseaba que él hablase, que sufriera para contarle lo que ella ya sabía. Aunque con lo buen actor que había demostrado ser tampoco le costaría demasiado.
- Lo siento mucho Marisa. Estoy enamorado de otra mujer. Ya no te quiero…

Ella ya no le escuchaba. Observaba atentamente como le temblaban las manos a Marcos, como se convulsionaba su cuerpo. Finalmente no habló más. Se calló para siempre.

Marisa se acercó a él, comprobó el pulso y seguidamente se dirigió al teléfono.
- ¿Policía? Acabo de matar a mi marido.


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domingo, 11 de enero de 2009

Las siete y veinticinco


Las siete y veinticinco

Eran las siete y veinticinco minutos. Hacía más de dos horas que estaba despierta y decidí comprobar con reloj en mano a la hora exacta que salía el sol. A las siete y veinticinco. Por supuesto era el mes de Diciembre.

Mis ojos se fugaron con el color del cielo, inundados de un tibio rayo de sol. Contemplando tanta belleza me sorprendí escuchando un suspiro mío, tímido, rompiendo el silencio más profundo.

Los tejados de las casas vecinas estaban mojados por la humedad del ambiente. No había llovido, pero lo parecía. Cada siete segundos me alcanzaba la luz del faro, destellaba iluminando su corto camino hacia mi balcón.

Antes de salir al exterior me había colocado en forma de capa una manta vieja que había encontrado por el armario de la abuela. La estrechaba contra mí, abrazándome, dándome el calor suficiente que yo necesitaba en ese momento. Mis pies estaban descalzos sintiendo el frio contacto del mármol, que contrastaba con la alta temperatura del resto de mi cuerpo.

Poco a poco mis ojos recorrieron todo el valle, reposando en cada casa y en cada árbol, trasladándome hasta ellos, meciéndome en sus ramas y dejándome acariciar por las gotas que resbalaban de sus hojas, sintiendo paz y quietud. Durante los siguientes quince minutos logré ser feliz, una vez más, y disfrutar de lo mucho que tenía delante de mí.

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Foto




Formentera, 30 diciembre, un día frío pero soleado. Hora 12 aprox. El único sonido era el de las gaviotas por encima de nuestras cabezas. Cap de Barbaria, claro.

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sábado, 3 de enero de 2009

Acosada

Acosada


Vanessa subía las escaleras de dos en dos. Presentía que estaba ahí, a poca distancia, pisándole los talones. Cuando llegó al último piso apenas podía respirar. Ni siquiera perdió tiempo para mirar atrás. Introdujo la llave en la cerradura, le dio dos vueltas y la puerta se abrió. Llegado ese momento ya no respiraba completamente, no se lo podía permitir. Entró con la velocidad de un rayo y cerro tras sí. Se apoyó en la mirilla y entonces ya respirando se atrevió a mirar. No había nadie.

Se sentó a los pies de su cama para quitarse los zapatos y se dejó caer. Estalló en sollozos. Gritaba, lloraba, se retorcía de angustia, volvía a gritar. Permaneció así durante un rato hasta que se calmó, agotada.

A la mañana siguiente se levantó más o menos tranquila. Se había mentalizado que no podía continuar así, que le plantaría cara de una vez por todas. ¿Quién era ese hombre?, ¿Qué quería de ella? Estas preguntas la estaban atosigando. Pero ella intuía que no estaba allí por casualidad.

Eligió un momento de la mañana concreto. Durante algunas horas había estado pensando cómo dirigirse a él. Lo haré de una forma respetuosa, con educación –se dijo. De ninguna manera tenía que demostrar el miedo que sentía. Tenía que ser un instante que no estuviese sola, aprovechando que algún vecino de la escalera saliese de su casa. Estaría pendiente del sonido de alguna puerta cerrándose para bajar ella corriendo. Es una tarea fácil –pensó. Mientras se convencía, iba recobrando la confianza en sí misma. Estaba mentalizada. Era la ocasión.

Se vistió con rapidez. Se puso unos pantalones anchos y una camiseta de algodón larga. Había optado por ese vestuario, muy discreto y poco agraciado. De alguna manera no quería llamar su atención. ¿Y si fuese un pervertido? ¿Y si lo único que quería de ella era su cuerpo? De ser así se presentaría con un aspecto poco femenino. Le intentaría convencer que se había equivocado de objeto.

Permaneció detrás de la puerta durante largo rato, escuchando un posible movimiento en la escalera. Solo quedaba esperar el momento justo. Llevaba puestas unas zapatillas deportivas muy cómodas, por si tenía que correr. También había preparado una mochila pequeña donde guardar sus llaves y algo de dinero por si tenía que coger un taxi, como medio de huida.

Una puerta, finalmente. Abrió y bajó las escaleras corriendo. Se apoyaba a la barandilla para darse empuje. Vio la figura de un vecino bajando. Ella lo alcanzó en pocos segundos. Había sido rapidísima. Había estado casi perfecta. Ya no estaría sola para cuando llegase al portal. Se le escapó una sonrisa de satisfacción. Una parte de su tarea estaba hecha.

- Buenos días –dijo a la espalda de su vecino con un tono cantarín.

El hombre se giró sorprendido. No la había oído bajar.

- Hola, que tal –contestó muy amablemente. Bonito día. Veo que no te acuerdas de mí. Yo era amigo de tu padre cuando hicimos el servicio militar. Un día estuve comiendo con mi difunta esposa en tu casa, de eso hace muchos años. Me he trasladado a esta escalera recientemente.

Vanessa se quedó petrificada, con la boca ligeramente abierta, sin pronunciar una palabra. Era él. Ese hombre que veía siempre en el portal que no separaba la vista de ella, que la sonreía e intentaba acercarse. El protagonista de sus miedos, de sus pesadillas. Era él.

- Lo siento, no lo recuerdo. Pero ahora que lo dice, me parece que algo me viene a la memoria. Discúlpeme, soy un poco despistada. Bienvenido.

Bajaron juntos hasta la calle. Después se despidieron. Vanessa le contó que iba de compras.

Intuyó un color rojo oscuro en su cara, notó el calor de sus mejillas y sintió vergüenza.

Mientras caminaba calle abajo, se planteó cambiar estilo de vida. Concluyó que estaba muy estresada. Al menos eso deseaba creer.



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